Sacramento
de la EUCARISTIA
Segunda invocación al Espíritu Santo
En todas las Plegarias eucarísticas aparece una segunda invocación al Espíritu Santo o segunda epíclesis. Ella nos muestra con claridad la conciencia que tiene la Iglesia de que sólo el Espíritu Santo puede realizar la transformación de los fieles de modo similar a como realiza la transformación de los dones.
La Eucaristía, que es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al Padre Él sólo, en el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia.
En cada celebración eucarística la Iglesia ofrece con Cristo y es ofrecida con Cristo. Esta verdad ha sido enseñada por los Padres de la Iglesia como S. Justino, S. Ireneo, S. Cipriano. También por notables teólogos como Sto. Tomás de Aquino y, recientemente, afirmado con claridad por el Magisterio de la Iglesia. Veamos un texto de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II: Los fieles, “participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella” (LG, 11).
Es cierto que esta participación en la ofrenda de la Iglesia no es automática, es decir, no basta la presencia física de los fieles en la celebración eucarística. Cada persona participará en la medida de su fe y devoción, o dicho de otro modo, según su grado de unión en la caridad con Cristo.
La Iglesia invoca al Espíritu sobre sí misma para que realice esta transformación en el mismo Cristo que se ofrece. Como dice José Mª Iraburu, las Plegarias Eucarísticas piden tres cosas:
a) Que Dios acepte el sacrificio que le ofrecemos hoy: «Mira con ojos de bondad esta ofrenda, y acéptala» (Plegaria Euc. I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (Plegaria Euc. III); «dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia» (Plegaria Euc. IV).
b) Que por él seamos congregados en la unidad de la Iglesia: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (Plegaria Euc. II); «formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» ( Plegaria Euc. III); «congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo» (Plegaria Euc. IV).
c) Que así vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al Padre, por obra del Espíritu Santo, cuya acción aquí se implora: Que «él nos transforme en ofrenda permanente» (Plegaria Euc. III), y así «seamos en Cristo víctima viva para alabanza de su gloria» (Plegaria Euc. IV).
San Gregorio Magno, hablando de esta realidad decía: “Es necesario que cuando celebramos este sacrificio eucarístico, nos inmolemos nosotros mismos a Dios en contrición de corazón, porque nosotros que celebramos los misterios de la Pasión del Señor, debemos imitar aquello que hacemos. Porque así será realidad para nosotros la oblación hecha a Dios, cuando nos hagamos nosotros mismos oblación” (Dialog. 4, 61, 1).
La verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica esta ofrenda victimal de los fieles. Según esto, los cristianos son en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y se ofrecen continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la Misa, y en el altar de su propia vida ordinaria, día a día. Ellos, pues, son en Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo, sacrifican, es decir “hacen sagrada” toda su vida en un movimiento espiritual incesante, que en la Eucaristía tiene siempre su origen y su impulso.
Así es como la vida entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico continuo, glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería el Apóstol: «os ruego, hermanos, que os ofrezcáis vosotros mismos como víctima viva, santa, grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis ofrecer» (Rm 12,1).
“Es necesario que cuando celebramos este sacrificio eucarístico, nos inmolemos nosotros mismos a Dios en contrición de corazón...” San Gregorio Magno (Dialog. 4, 61, 1).
Fuente: P. Félix López, S.H.M.
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