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Fracción del Pan y Cordero de Dios

 

La fracción de los panes consagrados fue al principio y durante varios siglos un gesto práctico y necesario para preparar las partículas que se distribuían en la comunión. Como no existían formas pequeñas, se celebraba con panes ácimos que luego debían ser partidos para distribuirlos a los fieles. Pero este gesto tenía también varios significados simbólicos referidos a la Eucaristía. Todos podían ver una clara relación entre este momento, y el momento de la institución de la Eucaristía donde Jesús, como hacía el paterfamilias judío, entrega a sus discípulos el alimento de su Cuerpo y de su Sangre. Muchos veían en este gesto un recuerdo del prodigio de la multiplicación de los panes mientras Jesús los partía (cf. Mt 14, 19; Mc 6, 41). Otra interpretación común es el recuerdo de Emaús, donde los discípulos desalentados y cuyos corazones habían vuelto a arder con las palabras de Jesús, reconocen al Señor al partir el pan (cf. Lc 24, 30-35).

 

Todas estas imágenes hicieron que la primera designación de la Eucaristía fuera precisamente la fracción del pan, “fractio panis” (cf. Hch 20, 7; 1 Cor 10, 16).

 

Después se introdujo, durante este momento de la liturgia, el canto del Cordero de Dios (Agnus Dei). De esta manera se subrayaba una nueva realidad, la dimensión sacrificial y salvífica de la Eucaristía. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El alimento que reparte es su Cuerpo inmolado. De esta manera se presentan unidos el sentido de comunión y el sentido de sacrificio. La fracción prepara el alimento de los cristianos que es el Cuerpo sacrificado de Jesucristo, el Cordero de la nueva Pascua (cf. Ap 5, 6 y 13). Así se manifiesta claramente la entrega que Jesucristo hace de sí mismo como Pan-cuerpo sacrificado. Cuando los fieles lo reciben dignamente, la Eucaristía hace de ambos (Cristo y fieles) una sola cosa. De esta manera, el Cuerpo místico de Cristo se renueva constantemente, y puede así vivir de Su vida (1 Cor. 10, 17).

 

Un gesto sencillo e importante al mismo tiempo, es la conmixtio. Consiste en que el sacerdote introduce una pequeña partícula del Cuerpo de Cristo en el cáliz. Tiene su origen en la antigüedad cristiana. El Papa celebraba la Misa y enviaba a los presbíteros a celebrar en las iglesias de la periferia. Entregaba a cada uno una partícula de la Eucaristía que había consagrado, y que recibía el nombre de fermentum. Cada sacerdote, durante la celebración de su Misa, introducía el fermentum en el cáliz como signo de comunión con el Papa. De esa manera se manifestaba la Eucaristía como sacramento de la unidad. Más tarde, se desarrolló otro sentido teológico. La unión de las dos especies del pan y el vino consagrados, que hasta entonces habían estado separadas, simboliza la única persona de Cristo glorioso, vivificado por el Espíritu Santo. La Ordenación General del Misal Romano dice: “El sacerdote realiza la fracción del pan y deposita una partícula de la hostia en el cáliz, para significar la unidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la obra salvadora, es decir, del Cuerpo de Cristo Jesús viviente y glorioso” (OGMR, 72).

 

Después, el sacerdote, mostrando al pueblo la hostia consagrada, repite las palabras de Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la liturgia celeste «una voz que sale del Trono, una voz como de gran muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos: ... "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero"» (Ap 19,1-9). En efecto, dice el sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena del Señor». 

 

A continuación, el pueblo responde repitiendo las palabras del centurión romano, que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (Mt 8,8-10).

 

Sin duda que conocer el sentido de las palabras y los gestos de la liturgia nos ayudan a entrar en comunión con el Señor. Pero es esencial la fe viva en aquellos que participan en la Eucaristía. Descubrir la presencia del Señor, su amor que se hace donación para entrar en comunión conmigo, es clave. Con palabras de Benedicto XVI, “la Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, manifestando el amor infinito de Dios por cada hombre” (SC, 1).

 

Pidamos una vez más a María, la mujer eucarística, que nos ayude a no desperdiciar el tesoro que Dios ha dado en la Eucaristía, sino que amando y viviendo el misterio de Cristo seamos transformados en Él.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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