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La Comunión

 

La Comunión es el momento hacia el que confluye toda la celebración eucarística. “La celebración del sacrificio eucarístico –dice el Catecismo de la Iglesia Católica-, está totalmente orientada hacia la comunión íntima con Cristo por medio de la comunión. (CEC, 1382).

 

La comunión es, ante todo, la culminación de la Misa, puesto que ésta es “a la vez e inseparablemente el sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la Cruz y banquete sagrado, en el que por la comunión del Cuerpo y de la Sangre del Señor, el pueblo participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la Alianza entre Dios y los hombres, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el Reino del Padre” (Eucaristicum Mysterium, 3).

 

La comunión eucarística es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable unión espiritual con Jesucristo glorioso. Se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como “pan vivo bajado del cielo”, que va transformando en Él a quienes le reciben. A éstos, que en la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad, abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta unión vital con Él: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57).

 

El Señor ha dicho: “Tomad, comed... Bebed de ella todos” (Mt 26, 26 s). Benedicto XVI comenta a este respecto: “No se puede comer al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de comer, es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor. La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros” (Homilía. Corpus Christi 2005).

 

Sta. Teresa de Lisieux decía que Jesús no se ha quedado en la Eucaristía para estar en un áureo y frío copón, sino para vivir en los corazones de los fieles. El amor impulsó a Cristo a instituir la Eucaristía para estar cerca, más aún, dentro, de los que amaba, para que pudiéramos vivir de Él y vivir por Él: “El que me come vivirá por Mí” (Jn 6, 57). 

 

Vivimos en una cultura muy sensible a los derechos humanos. En ese contexto se malinterpreta a veces, el misterio de la comunión eucarística, como si recibir al Señor bajo las especies del pan y vino consagrados, fuera un derecho de los fieles, independientemente de cualquier otra consideración. Se olvida con facilidad el hecho de que la Eucaristía es el don más excelente de Dios a los hombres, el don de sí mismo. Algo que de ningún modo puede el hombre “exigir” a Dios.

 

El Papa Benedicto ha escrito: “Quisiera llamar la atención sobre un problema pastoral con el que nos encontramos frecuentemente en nuestro tiempo. Me refiero al hecho de que en algunas circunstancias, como por ejemplo en las santas Misas celebradas con ocasión de bodas, funerales o acontecimientos análogos, además de fieles practicantes, asisten también a la celebración otros que tal vez no se acercan al altar desde hace años, o quizás están en una situación de vida que no les permite recibir los sacramentos. Otras veces sucede que están presentes personas de otras confesiones cristianas o incluso de otras religiones. Situaciones similares se producen también en iglesias que son meta de visitantes, sobre todo en las grandes ciudades en las que abunda el arte. En estos casos, se ve la necesidad de usar expresiones breves y eficaces para hacer presente a todos el sentido de la comunión sacramental y las condiciones para recibirla” (SC, 50).

 

San Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: «Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del SeEor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29). El Apóstol atribuye los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión eucarística. 

 

Es por tanto necesario que cada cual se examine atentamente, con una conciencia recta y cierta antes de recibir el Cuerpo Precioso de Cristo. De cualquier modo, el estado de gracia, de amistad con Dios, constituye la “condición mínima” para poder recibir la Eucaristía, y la vida cristiana no puede ser planteada nunca bajo criterios de mínimos. Junto a la limpieza de conciencia deben estar presentes en nuestro corazón el amor, la fe viva, el deseo intenso de unión con Dios.

 

Este deseo de unión, ha conducido a la Iglesia hacia una mayor frecuencia en la recepción de la comunión eucarística. En la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. 

 

Los fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la práctica o se pone en duda por diversas causas. Las doctrinas de San Agustín y de Santo Tomás influyeron para que por razones de reverencia y santo temor los fieles se abstuvieran de recibir la comunión diariamente. Con todo, el amor y la esperanza, a los que siempre nos invita la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir Pedro "apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador", responde Jesús: "No temas".

 

Debido a esta consideración del misterio eucarístico, durante muchos siglos prevaleció en la Iglesia, incluso en los ambientes más fervorosos, la comunión poco frecuente, sólo en algunas fiestas señaladas del Año litúrgico, o la comunión mensual o semanal, con el permiso del confesor. Y esta tendencia se acentuó aún más, hasta el error, con el Jansenismo. Por eso, sin duda, uno de los actos más importantes del Magisterio pontificio en la historia de la espiritualidad es el decreto de 20 de diciembre de 1905. En él San Pío X recomienda, bajo determinadas condiciones, la comunión frecuente y diaria, saliendo en contra de la posición jansenista.

 

«El deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles, unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el santo Concilio de Trento llama a la Eucaristía «antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales». Según esto:

 

«1. La comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

 

«2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

 

«3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...

 

«4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno. 

 

«5. Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención» (Denz 1981/3375 - 1990/3383).

 

Dice Juan Pablo II: “La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para el perdón de los pecados » (Mt 26, 28)” (EE, 16).

 

Parece claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la mayor tentación de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista, siendo una y otro graves errores. Entre ambos extremos de error, la doctrina de la Iglesia católica, expresada en el decreto de San Pío X, permanece vigente. Hoy «la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días»

 

Los santos y la Comunión Eucarística

 

Los maestros de la vida espiritual nos enseñan que sólo la santidad es la vida cristiana en plenitud. Por eso, los santos son nuestros modelos, porque en ellos vemos hombres y mujeres que han vivido el Evangelio en su totalidad. La vida cristiana es un misterio de comunión con Dios, y éste se realiza y se perfecciona de manera admirable por la recepción del Cuerpo de Cristo, realmente presente en la Eucaristía. Nada tiene de extraordinario que los santos hayan amado especialísimamente ese encuentro personal con el Señor resucitado que se realiza en la comunión.

 

Los testigos que declararon en el proceso de canonización de Sto. Tomás de Aquino, afirman que “celebraba cada día la Misa con lágrimas”, sobre todo a la hora de comulgar. También S. Ignacio de Loyola lloraba con frecuencia en la Misa. Sta. Teresa de Lisieux recordaba en su primera comunión: “Cuando toda la alegría del cielo baja a un corazón, este corazón desterrado no puede soportarlo sin deshacerse en lágrimas”. Y después de su segunda comunión: “De nuevo corrieron mis lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de S. Pablo: «Ya no vivo yo, es Jesús quien vive en mí»” (Historia de un alma).

 

De S. Francisco de Asís cuenta su biógrafo Celano que “ardía de amor en sus entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón” (II Celano 201).

 

No infrecuentemente, los santos han recibido gracias especialísimas en la sagrada comunión, gracias que han sido decisivas para su vida. Sta. Teresa de Jesús recibió la gracia del matrimonio espiritual el 18 de noviembre de 1572, después de haber recibido la comunión de manos de S. Juan de la Cruz. Ella misma afirma que fue en una comunión cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una sola carne»: «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39; +VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8).

 

El Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue unos años director espiritual de Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro... Yo mismo he visto muchas veces aquel cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que... sin ninguna dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los que la acompañaban y que estaban sanos; ella no conocía el cansancio... Al comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: "Es tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento, que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna"» (Legenda Maior: Santa Catalina de Siena II,170-171).

 

Sta. Teresa de Lisieux recordará siempre con emoción el día de su primera comunión: “!Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma..! Fue un beso de amor. Me sentía amada, y decía a mi vez: «te amo y me entrego a ti para siempre». No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y la pobre Teresa se habían mirado y se habían comprendido…Aquel día no fue ya una mirada, fue una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús, Él era el dueño, el Rey” (Historia de un alma).

 

Los santos, que han comprendido bien Quien se nos da en la comunión, cuidaban mucho la preparación para su recepción, especialmente con la confesión sacramental frecuente.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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