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El Padrenuestro

 

El Padrenuestro es la más grande oración cristiana. Jesús se la enseñó a los discípulos cuando le pidieron que les enseñara a orar. Los apóstoles debieron quedar fascinados al ver la oración de Jesús, su intimidad con el Padre. De esta admiración brotó su súplica: “Maestro, enséñanos a orar”. Jesús les mostró la oración de los hijos, en la que se resumen en siete peticiones los aspectos más importantes de la vida espiritual.

 

Las primeras peticiones tienen sentido latréutico, de alabanza y glorificación del Padre (en este sentido continúan la doxología), y al mismo tiempo, de súplica. Algunos autores ven en estas súplicas cierta identidad, puesto que santificar el Nombre de Dios, es cumplir su voluntad, y el cumplimiento de su voluntad es la presencia del Reino de Dios en la tierra. En su libro Jesús de Nazaret, el papa Benedicto XVI afirma que el cielo se hace presente en la tierra allí donde se cumple la voluntad de Dios. Nosotros hacemos de nuestra vida, de nuestra casa un cielo, si todos buscamos cumplir la voluntad de Dios.

 

El Padrenuestro se introdujo en los ritos de comunión también por la petición del “pan de cada día”, no sólo para el pan material, sino también referido a la Eucaristía. Ayuda a los cristianos a comprender lo que dijeron los mártires de Bitinia, a quienes se prohibió celebrar la Misa: “Nosotros no podemos vivir sin la Eucaristía”. No puede haber verdadera vida cristiana sin el Cuerpo y Sangre de Cristo: “Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). El amor a la Eucaristía, el comprender que no hay vida divina sin ella, nos lleva a la oración constante y humilde, pidiendo a Dios que no nos falte la Eucaristía, que no nos falte la Misa, que no nos falten sacerdotes que nos den el alimento del Cuerpo de Cristo.

 

Juntamente se pide el perdón de los pecados, favoreciendo así la humildad como preparación a la recepción de la comunión. Reconocerse pecadores, porque lo somos, es actitud necesaria para acercarnos a recibir al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Este reconocimiento de nuestra necesidad de salvación, es condición necesaria para valorar la donación que Cristo hace de sí mismo por nosotros y para nosotros en la Eucaristía.

 

Cuando pedimos a Dios “líbranos del mal”, la Iglesia entiende que “el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios” (Catecismo 2851). Ahora bien, en la última petición del Padrenuestro, «al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador» (Ibid. 2854).

 

El Padrenuestro, que es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo juntamente, es desarrollado sólo por el sacerdote con el embolismo que le sigue: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la paz de Cristo y la protección de todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». La Iglesia Esposa nos recuerda esa tensión amorosa que la hace vivir en espera constante del Cristo, el Esposo. Es un adviento continuo, donde la Iglesia goza de la presencia de Cristo, pero anhela su retorno y su presencia en el cara a cara.

 

Finalmente el pueblo consuma la oración con una doxología, que es eco de la liturgia celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor» (+Ap 1,6; 4,11; 5,13). 

 

La renovación postconciliar de la liturgia ha restaurado la costumbre antigua, ya practicada por las primeras generaciones cristianas, de rezar tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en laudes, en misa y en vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día» (Dídaque VIII,3).

 

Rezamos el Padrenuestro con espíritu filial. Somos hijos y pedimos confiados en la bondad del Padre que nos dé el Pan de vida eterna, que es “medicina de inmortalidad” (S. Ignacio de Antioquía) y prenda de la gloria futura. Al recibirle en la comunión debe crecer en nosotros el amor y el deseo de gozar su presencia. De ahí la espera gozosa y confiada de la Iglesia, aguardando la “gloriosa venida de Cristo”, el Esposo que la ha amado y se ha entregado por ella para hacerla santa e inmaculada. (cfr. Ef 5, 25).

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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