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El prefacio

 

El prefacio es como la gran obertura de la Plegaria Eucarística. Su etimología pre-factum, significa literalmente “antes del hecho”, y se refiere a la gran obra que es la Plegaria Eucarística, centro de la celebración de la Santa Misa.

 

“Eucaristía” significa “acción de gracias”, y esa acción de gracias se expresa de un modo muy claro en el Prefacio. En él, el sacerdote, en nombre del pueblo santo glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salvación o por alguno de sus aspectos particulares. 

 

Hay una gran variedad de prefacios, que encierran los motivos para glorificar a Dios, según la solemnidad o fiesta que se celebre o según el tiempo litúrgico en que nos encontramos. 

 

El prefacio consta de cuatro partes: 

 

1- El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde el principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1-2).

 

«El Señor esté con vosotros.

-Y con tu espíritu.

-Levantemos el corazón.

-Lo tenemos levantado hacia el Señor.

-Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

-Es justo y necesario».

 

2- La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística, dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «Cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (Rm 8,15.26).

 

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref. Plegaria Eucarística II).

 

3- La parte central, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas, proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que giran siempre en torno a la creación y la redención:

 

«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor».

 

«Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo» (ib.).

 

4- El final del prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico celestial, haciendo de aquélla un eco de éste: «Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ...

 

La finalidad del prefacio, es agradecer a Dios todos los dones, todos los beneficios que a lo largo de la historia de la salvación nos ha concedido. Reconocer su grandeza, reconocer sus obras, conlleva dos actitudes:

 

En primer lugar una acción de gracias porque esas obras han sido realizadas de modo gratuito en nuestras almas para que nosotros podamos alcanzar la salvación. 

 

Pero también el reconocer la grandeza de Dios conlleva una segunda actitud: la de alabanza. Alabamos a Dios porque realmente esas obras son magníficas, esas obras son grandes, esas obras son realmente dignas de un Dios poderoso, de un Dios que ama. 

 

Esta actitud que expresamos en la Santa Misa es necesario también mantenerla durante toda la vida.

 

El Papa Benedicto XVI tuvo un encuentro con los sacerdotes en Castelgandolfo el 31 de agosto de 2006. Hablándoles sobre la liturgia, y sobre el ars celebrandi (el arte de celebrar) les decía cómo es esencial que concuerde lo que decimos con los labios y lo que pensamos en el corazón. El “sursum corda” (levantemos el corazón), debería ser el “camino” de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.

 

Nuestra vida debe ser una liturgia de alabanza a Dios. Intentemos vivir siempre recordando los grandes beneficios que el Señor nos ha hecho, agradeciendo y alabando a Dios por ellos. Digamos con el salmista: “¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”. (Sal. 115, 12)  “Durante toda nuestra jornada tenemos que reconocer las continuas obras que Dios va realizando momento a momento, día a día, en nuestra vida y tenemos que saber agradecer todos esos actos”.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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