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TRES RAZONES POR LAS QUE HAGO

EL GESTO DEL LAVABO EN LA MISA
por Jorge González Guadalix

El lavabo es uno de esos ritos casi perdido en la práctica en la celebración de la eucaristía. Nadie lo abolió. Pero una mal tenida costumbre hizo que despareciera de nuestros templos salvo en ocasiones solemnes, como podía ser la visita del obispo, o en caso de sacerdotes carcas y legalistas. O al menos así se tachaba a los que decidieron conservar el rito.

Durante muchos años, fiel a la moda, y además lejos de mí en mis primeros años de sacerdote de ser tachado de cura conservador, ni me lo planteé. Nadie lo hacía, salvo los cavernarios y ya saben lo que fueron los setenta y ochenta: antes muerto que carca.

Hace años que he retomado el rito del lavabo en la misa. Y lo hago por tres razones:

 

La primera, por obediencia y humildad, que ya saben que a humilde nadie gana a un servidor. Demasiadas veces hemos despreciado un rito, una palabra, un gesto, al grito de “eso es una bobada”, lo cual supone un argumento teológico imbatible. Pero llega un día en que tienes que admitir que a lo mejor los que revisaron los libros litúrgicos y marcaron las rúbricas, sabían algo más que tú. Que no vas a ser tú más listo, más profundo, más evangélico y más iluminado que los liturgistas, las comisiones, los que lo aprobaron y lo promulgaron, entre otros el santo padre. Y que si no comprendes el sentido del rito, es problema tuyo, de falta de estudio y profundización en la liturgia de la Iglesia.

Entiende uno, o debe entender, que cuando la madre Iglesia pide que hagamos algo no lo hace por puro afán de tomarnos el pelo, por jugar con los fieles o en malévola intención de apartarnos del auténtico evangelio para que seamos ritualistas insensibles o incluso avinagrados cual pepinillo de taberna popular. Sus razones de peso tendrá. Así que toca obedecer. Punto.

 

La segunda razón es porque creo que mis fieles, mis feligreses, esa porción del pueblo de Dios que me ha encomendado mi obispo, son adultos y no son de mi propiedad, por tanto, yo no soy quien para retocar la liturgia, el dogma, la moral en lo que me parezca oportuno, sin más criterio que mi real voluntad, cuando además quizá me queje constantemente de la opresión del obispo. Para opresor y dictador, yo.  

 

Los feligreses tienen todo el derecho del mundo a una celebración de la eucaristía celebrada como manda el misal, y a decirme, con el concilio en la mano, constitución Sacrosanctun Concilium sobre la liturgia, número 22: “Por lo mismo, nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia”. Y con razón. Por tanto, a la obediencia, añado el respeto a los fieles, que tienen, además de sus obligaciones, unos derechos que yo, como sacerdote, bajo ningún concepto les puedo negar.

La tercera razón es mucho más pedestre. Y es que habida cuenta de que uno tiene sus fallos en cosas de más entidad, al menos vamos a ser fieles en esto del lavabo, que tampoco cuesta tanto.

Pues esto que digo del lavabo lo podíamos decir de tantas cosas de la vida de la Iglesia, de la vida de la fe. Para todos, que seamos capaces de aceptar las cosas por obediencia, porque así nos lo pide la Iglesia, desterrando de una vez esa sospecha permanente según la cual lo que viene de la Iglesia ha de ser cogido por pinzas porque posiblemente se nos da para hacernos daño y apartarnos de la santidad. Hace falta claridad de ideas y alta autoestima para saber uno más que teólogos, obispos y hasta el santo padre.

 

Y especialmente para los sacerdotes, que tenemos que respetar más a los fieles, que no son nuestros, que son de Cristo, y tienen derecho a que les animemos a vivir el camino de la santidad según enseña la Iglesia, y no según las peculiaridades, ocurrencias y personales “sabidurías” de su cura de turno.  

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