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La Ofrenda

 

El Papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica “Sacramentum caritatis”, nos recuerda que las distintas plegarias eucarísticas nos han sido transmitidas por la Tradición viva de la Iglesia y se caracterizan por una riqueza teológica y espiritual inagotable (SC, 48). Parte esencial de toda plegaria eucarística es la dimensión de ofrenda, unida a la realidad de memorial.

 

Esta dimensión de ofrenda de Cristo al Padre, está íntimamente vinculada al memorial de la cruz. La Iglesia ofrece a Cristo. La plegaria eucarística I expresa esta realidad diciendo: “Te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación”. La plegaria II: “Te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación”, la plegaria III: “Te ofrecemos el sacrificio vivo y santo”, la plegaria IV: “Te ofrecemos su cuerpo y su sangre, sacrificio agradable a Ti y salvación para todo el mundo” y finalmente la V: “Esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre”.

 

Es importante señalar algunas ideas claves en esta realidad oblativa de la Eucaristía:

 

1) La ofrenda eucarística es hecha juntamente por el sacerdote y por el pueblo, no por el sacerdote sólo: “Te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza” (pleg. I). Esta participación real de los fieles en la ofrenda no implica una confusión entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los bautizados. El sacerdote actúa en persona de Cristo Cabeza, y los fieles participan también del sacerdocio de Cristo por el bautismo, aunque ese sacerdocio difiere no sólo en grado, sino en esencia del sacerdocio ordenado.

 

2) En la ofrenda cultual que los hombres hacemos no podemos realmente dar a Dios sino lo que Él previamente nos ha dado: la vida, la libertad, la salud... Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo» (Pleg. I). Dentro del protestantismo, se ha acusado a la Misa católica de ser una perversión del culto a Dios. Pensaban que se pretendían ganar méritos delante de Dios ofreciendo algo distinto del sacrificio de Cristo. No hay tal, puesto que ofrecemos aquello que Dios mismo nos ha dado: su propio Hijo muerto y resucitado.

 

3) La Iglesia ofrece a Cristo y se ofrece con Cristo. S. Agustín tiene numerosos textos que reflejan esta realidad. Cristo Cabeza se ha unido a su Cuerpo, que es la Iglesia, y la ha asociado a su sacrificio. De tal manera que ahora sólo se ofrece al Padre, el “Christus totus”, el Cristo total, Cabeza y Cuerpo eclesial. Uno de los textos más conocidos es éste: “Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio; por lo tanto, toda la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la Pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza... Así es, pues, el sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad de Dios 10,6). 

 

La Ordenación General del Misal Romano dice en el número 72: “La Iglesia, especialmente la reunida aquí y ahora, ofrece en este memorial al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo en todos”.

 

Y también el Papa Pablo VI señala esta idea al decir: «La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la Misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei).

 

Nosotros debemos ser conscientes de esa ofrenda que realizamos. Por la oración debemos hacernos ofrenda grata al Padre. Con la oración de María: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Con la oración de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Con oraciones-ofrenda, como aquella de San Ignacio, tan perfecta: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).

 

Pero debemos ser consecuentes con la ofrenda que hacemos. Sta. Teresa de Jesús compara nuestro ofrecimiento a alguien que, extendiendo la mano, ofrece a Dios una joya (nuestra vida, salud, voluntad, etc). Pero cuando Dios quiere extender su mano para tomar lo que le hemos ofrecido, nosotros cerramos la mano y no permitimos a Dios que disponga de aquello que le habíamos dado. Señala la Doctora Mística que esta forma de obrar es burlarse de Dios. Seamos, por tanto, fieles y sinceros en nuestra ofrenda, manteniendo generosamente la oferta, sin querer recuperar lo entregado, sabiendo que lo ofrecido a Dios no es algo perdido, sino plenificado en el amor. El amor verdadero busca darse al amado, y no podemos responder al amor de un Dios que se ha entregado a la muerte por nosotros, sino con el ofrecimiento sincero de nuestra vida.

 

Cuando S. Gabriel de la Dolorosa tuvo su primer vómito de sangre, signo evidente de su tuberculosis y preludio de su muerte prematura, corrió a la capilla con su pañuelo ensangrentado, y arrodillado a los pies del Crucifijo dijo: “Señor, vida por vida, sangre por sangre, amor por amor”.

 

“esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre”. (Plegaria Eucarística V)

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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