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La Epíclesis

 

De igual manera que por la acción del Espíritu Santo, en el seno de una virgen (María), el Verbo se hizo carne, así también ahora, por la acción del Espíritu Santo, en el seno de una virgen (la Iglesia), se hace presente Cristo en la Eucaristía. Es el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la Eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad».

 

Después del Santo, la plegaria eucarística continúa con la Epíclesis. Etimológicamente tiene el sentido de “llamar sobre”, “invocar sobre”, pidiendo que la fuerza del Espíritu Santo descienda sobre los dones. 

 

La Ordenación General del Misal Romano lo expresa así: “La Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada; que se va a recibir en la Comunión sea para salvación de quienes la reciban” (OGMR, 72).

 

La Plegaria Eucarística II, dice: “Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas... Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro”.

 

El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y realice la transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para las Iglesias orientales el momento de la transubstanciación, mientras que la Iglesia latina la ve en las palabras mismas de Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo». En todo caso, siempre la liturgia ha unido, en Oriente y Occidente, el relato de la institución de la Eucaristía y la invocación al Espíritu Santo. 

 

Se puede apreciar así claramente cómo la Eucaristía es una prolongación de la Encarnación del Señor. De igual manera que por la acción del Espíritu Santo, en el seno de una virgen (María), el Verbo se hizo carne, así también ahora, por la acción del Espíritu Santo, en el seno de una virgen (la Iglesia), se hace presente Cristo en la Eucaristía.

 

El Espíritu Santo aparece como el Santificador, el que “santifica” las ofrendas. Aquel Espíritu que vivificó el cuerpo de Jesús en la resurrección, transforma ahora los dones en el “Pan de vida”.

 

En todas las plegarias eucarísticas hay una segunda epíclesis, una segunda invocación del Espíritu Santo llamada “epíclesis de comunión”. Esta invocación pide al Espíritu divino que realice el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia: «Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III; +II y IV). 

 

«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la Encarnación, se produce la transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la Eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad».

 

Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo en la Eucaristía el que une a todos los fieles en un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia. 

 

Según todo esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo.

 

De igual modo, el Espíritu Santo hace posible que la Iglesia, unida a Cristo y a su sacrificio, se ofrezca con Él al Padre. Por eso, la plegaria eucarística III pide: “Que Él (el Espíritu Santo), nos transforme en ofrenda permanente”. La Eucaristía es el sacrificio del Cristo Total, la Cabeza y los miembros. Así nuestras vidas se deben ofrecer cada día al Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo.

 

En la celebración eucarística se puede apreciar claramente cómo la Iglesia entera y cada fiel entra en comunión con la Trinidad. Si la obra de nuestra salvación es obra de toda la Trinidad, en la Misa se alaba al Padre por los beneficios de la creación, se hace presente el Hijo y el misterio de la Redención, y por la fuerza del Espíritu Santo la Iglesia se hace una y se ofrece con Cristo en su sacrificio de adoración.

 

¡Qué riqueza encierran nuestras Misas! ¡Cuántas preciosas realidades ignoradas o consideradas como “aburridas”! Pidamos al Señor que nos ayude a conocer y a vivir el misterio de glorificación y alabanza que se realiza en nuestras celebraciones eucarísticas.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

hogardelamadre.com

 

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