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La Doxología

Sólo “por Cristo, con Él y el Él” podemos llegar al Padre. La palabra “doxología” viene del griego “doxa”, que significa “gloria”. Doxología, por tanto, significa glorificación

 

Toda la celebración de la Misa tiene esta función de alabanza, de bendición, de glorificación... pero la plegaria eucarística es el corazón de esta liturgia. La plegaria comienza con el prefacio, levantando los corazones hacia el Padre. Continúa con el Sanctus, proclamando la santidad de Dios y su gloria. Al final de la plegaria eucarística, el sacerdote recita esta doxología final, alabanza de la Trinidad. En ella, el sacerdote eleva la Víctima sagrada y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades temporales, dice: 

 

«Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente,

en la unidad del Espíritu Santo,

todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

 

La Iglesia confiesa la única mediación de Cristo y su Sacerdocio supremo. Sólo “por Cristo, con Él y el Él” podemos llegar al Padre, “nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Sabemos que nuestras obras son agradables a Dios por la mediación de Cristo. Nuestras vidas unidas a su vida, a su muerte y a su resurrección, son honor y gloria de la Trinidad. Para eso precisamente ha sido congregado el pueblo cristiano sacerdotal: para elevar a Dios en la Eucaristía la máxima alabanza posible y para atraer en ella, a favor de toda la humanidad, bienes materiales y espirituales. Por eso, es en la Eucaristía donde la Iglesia se expresa y manifiesta totalmente.

 

La participación activa de los fieles no consiste en recitar juntamente con el sacerdote esta fórmula doxológica. Según la Ordenación General del Misal Romano, “la doxología final de la Plegaria eucarística la pronuncia solamente el sacerdote principal y, si parece bien, juntamente con los demás concelebrantes, pero no los fieles”. (OGMR, 233).

 

El pueblo cristiano hace suya la plegaria eucarística, y completa la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la Misa. En el S. III se enumeraban los privilegios principales del pueblo cristiano en los siguientes términos: oír la oración eucarística, pronunciar el Amén y recibir el pan divino. Con este Amén, el pueblo rubricaba el santo Sacrificio. S. Agustín dice: “Decir Amén significa suscribir”. Todavía en la época carolingia las palabras finales del canon no se decían en silencio, únicamente para que el pueblo pudiera contestar a ellas diciendo Amén en voz alta.

 

La palabra Amén es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia cristiana. El término Amén procede de la Antigua Alianza: «Los levitas alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh 8,6). Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la verdad, así sea»

 

Pues bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12; 19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor 1,20). 

 

Como toda la liturgia, la pronunciación del Amén tiene un sentido vital. No debe ser una mera respuesta dada con los labios, sino que tiene un valor de adhesión al misterio que se celebra. Decir Amén significa unirse con Cristo, desear hacer de mi vida una doxología, es decir, una glorificación de la Trinidad unido al misterio pascual del Redentor.

 

Ser “alabanza de su gloria” es parte esencial de la vocación cristiana. Una vez más se comprueba cómo la liturgia debe ser vida. En la doxología se realiza una recapitulación de la gloria de toda la creación en Cristo. A través de su obediencia y amor hasta la cruz, Cristo ha realizado la glorificación perfecta del Padre: “Padre, glorifica tu Nombre” ( Jn 12, 28) y ha alcanzado la glorificación perfecta de su humanidad unida al Verbo: “Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5). Nosotros debemos unirnos con nuestra vida a esa glorificación de la Trinidad. Uniéndonos a Cristo, ofreciendo toda nuestra vida con Él, las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos, el trabajo y todo cuanto hacemos, nos convertimos “en Cristo, por Él y en Él” en alabanza de la gloria de la Trinidad.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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