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La Consagración

 

Si la Plegaria Eucarística es el corazón de la Misa, las palabras de la consagración son el corazón de la Plegaria eucarística. El resto de la misa es el marco sagrado de este sagrado momento.

 

Desde la celebración de la Última Cena, la Iglesia ha mantenido con fidelidad el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”. A través de la celebración eucarística, la Iglesia hace presente aquel momento, aquellos gestos y palabras que Jesús realizó y pronunció. En aquella Cena, Cristo instituyó el sacrificio y convite pascual, por medio del cual el sacrificio de la cruz se hace continuamente presente en la Iglesia cuando el sacerdote, que representa a Cristo Señor, pronuncia “in persona Christi” las palabras de Jesús. En ese momento, aquellas mismas palabras que Jesús pronunció, de alguna manera, “vuelven a resonar” por la representación sacramental que el sacerdote hace de Cristo. 

 

“Cristo, en efecto, tomó en sus manos el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en conmemoración mía. De ahí que la Iglesia haya ordenado toda la celebración de la liturgia eucarística según estas mismas partes que corresponden a las palabras y gestos de Cristo” (OGMR, 72).

 

Por el ministerio del sacerdote católico, es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre»... Los cristianos en la Eucaristía, lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al sacrificio de la Cruz... ¡Mysterium fidei! (J. Mª Iraburu, “Síntesis de Eucaristía”).

 

Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».

 

Pero, debemos preguntarnos: ¿Qué quería darnos Jesús con aquellas palabras de la Última Cena: “Esto es mi cuerpo”? La palabra “cuerpo” no indica en la Biblia un componente, o una parte del hombre, que unida a los otros componentes forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por tanto en el lenguaje de Jesús y en el de San Pablo, “cuerpo” designa al hombre entero, al hombre en su totalidad y unidad. Designa al hombre en cuanto que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. San Juan, en su Evangelio, en lugar de la palabra “cuerpo”, emplea la palabra “carne” (“si no coméis la carne del Hijo del Hombre…”), y está claro que esta palabra que encontramos en el capítulo VI de su Evangelio, tiene el mismo significado que en el capítulo primero, en donde se dice “la Palabra se hizo carne”, es decir, hombre. “Cuerpo” indica, pues, toda la vida. Jesús al instituir la Eucaristía nos ha dejado como don toda su vida, desde el primer momento de su Encarnación hasta el último momento, con todo lo que concretamente había llenado esa vida: silencio, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones…

 

Después dice también: “Esta es mi sangre”. ¿Qué añade con su “sangre”, si con su cuerpo ya nos ha dado toda su vida? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado su vida, nos da la parte más preciosa de ésta, su muerte. El término “sangre” en la Biblia, no indica una parte del cuerpo, es decir, no se refiere a una parte del hombre. Este término indica más bien un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (en la mentalidad judía de entonces), su “derramamiento” es el símbolo plástico de la muerte. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La Eucaristía es el misterio del cuerpo y la sangre del Señor, es decir, es el misterio de la vida y de la muerte del Señor. Cada uno de nosotros estamos llamados a entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre con Jesús en la Misa. Con la palabra “cuerpo”, ofrecemos todo aquello que constituye la vida en este cuerpo: tiempo, salud, energías, capacidades, afectos, quizá sólo una sonrisa…

 

Con la palabra “sangre” expresamos la ofrenda de nuestra muerte. Pero no sólo la muerte definitiva, sino todo lo que anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades, todo aquello que nos “mortifica”. San Pablo, en Rom 12, 1, nos exhorta a ofrecer nuestros “cuerpos” como hostia viva, santa, agradable a Dios. 

 

Al salir de la celebración eucarística, tenemos que esforzarnos en vivir lo que acabamos de celebrar unidos a Cristo. Ofrecer a nuestros hermanos nuestra vida, tiempo, nuestras energías y nuestra atención. En una palabra, nuestra vida. Si decimos con Cristo, “tomad, comed”, tenemos que dejarnos comer, sobre todo por quienes no lo hacen con toda la cortesía y delicadeza que esperaríamos. San Ignacio de Antioquia, en su camino hacia el martirio en Roma, escribía: “Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, a fin de ser presentado, como limpio pan de Cristo” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Romanos, 4, 1). Cada uno puede encontrar a su alrededor esos dientes afilados. Tenemos que aprender a estar más agradecidos a estos hermanos nuestros que a quienes nos halagan y aprueban. El mismo San Ignacio decía en otra carta: “Los que me dan diversos títulos, me dan latigazos” (Carta a los Tralianos, 4,1). 

 

No olvidemos que hemos ofrecido también nuestra “sangre”, es decir, nuestras pasiones, mortificaciones, enfermedades, etc. Cuando ya no podemos hacer ni aquello que queremos, es cuando podemos estar más cerca de Cristo. Después de la Pascua, dijo Jesús a Pedro: «‘Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas donde querías; cuando llegues a viejo, extenderás tus manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres’. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios» (Jn 21, 18s). 

 

Gracias a la Eucaristía, ya no existen vidas inútiles en el mundo. Nadie puede decir: “¿De qué sirve mi vida?, ¿para qué estoy en el mundo?” Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio vivo, una eucaristía viva con Cristo Eucaristía.

 

“Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio vivo, una eucaristía viva con Cristo Eucaristía”.

 

Fuente: P. Félix López, S.H.M.

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