Sor Juana Inés de la Cruz, la monja literata que defendió que las mujeres pudieran estudiar
Sor Juana Inés de la Cruz es la figura literaria más importante del Barroco mexicano y, posiblemente, del Barroco de toda Hispanoamérica.
E igual que me conmovió entonces el que la misma mujer que escribió el célebre poema «Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón…» acabara convencida de que, como mujer, no debía escribir, ahora me sorprende con la misma intensidad el silencio del feminismo hacia los silencios de sor Juana.
Juana de Asbaje y Ramírez nació entre 1648 y 1651 cerca de la ciudad de México, nueva España. Hija ilegítima de una mujer criolla, la propia sor Juana nos cuenta cómo aprendió a leer con apenas tres años, siguiendo a su hermana mayor a la escuela de lectura para niñas. La maestra que comenzó a enseñarle siguiéndole su juego muy pronto descubrió las aptitudes de la niña. Lo que comenzó como una travesura pronto se convirtió en la llave que le abrió a Juana la puerta de la sabiduría.
Con ocho años Juana quería que la enviaran disfrazada de hombre a la Universidad, pero su madre, prudentemente, la envió a México con unos parientes. Juana leía y estudiaba por su cuenta cuantos libros caían en sus manos. Consciente de que necesitaba saber latín para acercarse al saber de los clásicos, se cortaba cuatro o seis dedos el cabello y si cuando le volvía a llegar hasta el punto en que se lo había cortado no se sabía la lección, se lo volvía a cortar en pena de rudeza, que no le parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias.
Cerca de los dieciséis años se había convertido en una jovencita hermosa, lúcida y cuya fama de sabia llegó a los oídos del virrey, el marqués de Mancera, que la llamó a la corte para que sirviera como dama de compañía de su esposa, la marquesa Leonor. Allí fue sometida a una científica lid en la que cuarenta profesores universitarios de distintas disciplinas la examinaron. Después de verla desembarazarse con total soltura de las preguntas, argumentos y réplicas, el marqués afirmó que parecía un galeón real defendiéndose de pocas chalupas.
En 1669 Juana ingresó en el convento de San Jerónimo. De su Carta de respuesta a su confesor, el padre Núñez de Miranda, y de su famosa Respuesta a sor Filotea es fácil extraer que no ingresó en el convento por vocación religiosa, sino para escapar al matrimonio. Ella era consciente de que en el convento iba a tener las distracciones propias de la vida religiosa, pero consideró que era el mejor camino para seguir estudiando.
Mártir del conocimiento, como ha dado en llamarla Amado Nervo, no siempre fue fácil. En la Respuesta menciona cómo la superiora fue la primera en perseguirla y prohibirle estudiar durante tres meses y ella obedeció, pero solo en cuanto a no tomar libro […] porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crio, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal. Y así su celda se convirtió en centro del saber de su época. En ella recibía la visita de los virreyes, los marqueses de Mancera primero, los de la Laguna después, con los cuales también entabló una estrecha amistad. Su relación con la marquesa María Luisa, la Lisi de sus versos, nos ha dejado algunos de los más hermosos poemas amorosos del Barroco español.
Siguiendo los cánones amatorios impuestos por el amor cortés y la lírica petrarquista, los poemas de sor Juana dirigidos a la marquesa desprenden un lirismo que nos traspasa y nos hace preguntarnos de inmediato acerca de la naturaleza de ese amor. Ríos de tinta hay escritos sobre ello, sin que la crítica se ponga del todo de acuerdo sobre si se encuentra dentro de las fórmulas habituales hacia los benefactores o si las excede. Tal vez por su estrecha amistad, tal vez porque al ser dos mujeres se les permitía una mayor libertad y acercamiento, lo que se observa es una pasión que desborda la simbología de la época, aunque lo haga en un plano estrictamente platónico. Ser mujer, ni estar ausente, / no es de amarte impedimento, / pues sabes tú que las almas / distancia ignoran y sexo.
Estos escritos profanos dieron lugar a severas voces discordantes. La más dolorosa debió de ser la de su confesor, el padre Núñez. Fruto de los continuos ataques de este es la Carta de 1682 en la que sor Juana se enfrenta a él y defiende su derecho a estudiar y a escribir. En la carta termina agradeciéndole la preocupación por la salvación de su alma pero le invita a que la deje porque hay otros caminos para salvarse.
Hacia 1690, con los marqueses de la Laguna en España y publicando allí la obra de sor Juana Inés, nuestra poeta alcanzó su momento de mayor fama y reconocimiento. La publicación de Inundación castálida recibió un sinfín de alabanzas de escritores y literatos españoles. Pero en México la situación no era tan positiva. Al frente de la iglesia estaba el arzobispo Aguiar y Seijas, misógino exacerbado. Su posible enemigo, el obispo Fernández Santacruz, amigo de sor Juana, le pidió a la monja que escribiera una crítica a un sermón de un jesuita amigo del arzobispo: La carta Athenagórica. Este texto de sor Juana se publicó acompañado de una carta firmada por una tal sor Filotea, una figura tras la cual parece ser que se escondía el propio Fernández Santacruz. Esta carta en la que se criticaba que sor Juana no limitara su ingenio a escribir sobre materias religiosas dio pie a la poeta a escribir la Respuesta a sor Filotea, que se podría considerar el primer escrito feminista de América. En él sor Juana menciona a mujeres sabias de la historia y de la biblia, como Santa Catalina o la mismísima Hipatia de Alejandría, con la que llega a sentirse identificada; critica las envidias de que es objeto y reivindica el derecho a la mujer al estudio y al conocimiento.
Esta Respuesta inició una polémica cuya violencia difícilmente pudo prever Juana. Con sus protectores en España, el nuevo virrey debilitado por unos motines, el abandono de Fernández Santacruz y los ataques misóginos de Aguiar y Seijas, sor Juana se fue quedando aislada y sola.
Octavio Paz nos dibuja nítidamente el asedio que debió de sufrir. Vendió su biblioteca —sus más de cuatro mil libros—, suplicó al padre Núñez que volviera a ser su confesor y, finalmente, en 1692 dejó de escribir. En 1695 murió al atender a sus hermanas en una epidemia. Murió, aunque de algún modo ya había muerto antes, con su renuncia, con su silencio.
Algunos autores han querido ver en esta renuncia un mero gesto para salvarse de la Inquisición. Se apoyan en el espíritu rebelde y combativo de sor Juana y en que ha aparecido un inventario según el cual encontraron en su celda ciento ochenta libros. Es más fácil admirarla así, indomable, invencible. Pero ese inventario no aclara cuándo fue realizado, y su biógrafo, Calleja, señala que no dejó en su celda más que tres libritos de devoción y muchos cilicios y disciplinas.
¿Conversión entonces? Tal vez, aunque cuesta creer en una posible llamada de la fe en una persona que ha reiterado que se hizo monja para que le estorbasen lo menos posible en el estudio.
Queda una última explicación que haría su silencio aún más terrible, la explicación por la que el feminismo la ha olvidado: la convencieron, la rompieron, dominaron su espíritu y la llenaron de sentimientos de culpa. Su rendición no fue un acto exterior, sino interior. Incapaz de luchar contra todos, terminó creyéndose culpable de los males de su país, culpable del pecado de elación, de vanidad, culpable de querer leer y escribir y defender con su alma la igualdad de las mujeres. Y así las últimas palabras escritas en su testamento fueron las que me parten el alma: «yo, la peor de todas».