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La evangelización de los pueblos bárbaros


Ofrecemos a continuación la segunda predicación del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en este Adviento 2011, realizada el viernes 9 de diciembre en el Vaticano.

En esta meditación querría hablar de la segunda gran ola de evangelización en la historia de la Iglesia, la que siguió a la caída del imperio romano y a la mezcla de los pueblos provocada por las invasiones bárbaras, siempre con el objetivo práctico de ver qué podemos aprender de ésto hoy.

Dada la amplitud del periodo histórico examinado y la brevedad impuesta a una predicación, no podrá tratarse más que de una reconstrucción “a vuelo de pájaro”.

El siglo V: época de decisiones

En el momento del fin oficial del imperio romano en el 476, Europa presenta, ya desde hacía tiempo, un rostro nuevo. En lugar del imperio único hay muchos reinos llamados romano-bárbaros.

A grandes rasgos, partiendo desde el norte, la situación es la siguiente:

en lugar de la provincia romana de Britania, están los anglos y los sajones;

en las antiguas provincias de las Galias, los francos;

al este del Rin, los frisones y alemanes;

en la península ibérica, los visigodos;

en Italia, los ostrogodos y más tarde los lombardos; en África septentrional, los vándalos;

en oriente resiste todavía el imperio bizantino.

La Iglesia se encuentra ante una decisión que hará época:

¿Qué actitud tomar frente a esta nueva situación?

No se llegó enseguida y sin heridas a la determinación que abrió la Iglesia al futuro. Se repetía, en parte, lo que sucedió en el momento de la separación del judaísmo para acoger a los gentiles en la Iglesia.

La confusión general de los cristianos alcanzó su culmen con el saqueo de Roma del 410 por parte de Alarico rey de los godos. Se pensó que había llegado el fin del mundo, ya que este se identificaba con el mundo romano y el mundo romano con el cristianismo. San Jerónimo es la voz más representativa de esta confusión general. “¿Quién habría creído, escribió, que esta Roma, construida con las victorias conseguidas sobre en el universo entero, tuviera que derrumbarse un día?” (1)

De Civitate Dei, San Agustín

Comienzo de una filosofía de la historia

Quién contribuyó más, desde el punto de vista intelectual, a llevar la fe al nuevo mundo fue Agustín con la obra De Civitate Dei. En su visión, que marca el comienzo de una filosofía de la historia, distingue la ciudad de Dios de la ciudad terrena, identificada a grandes rasgos (forzando un poco su mismo pensamiento), con la ciudad de Satanás. Por ciudad terrena entiende toda realización política, incluída la de Roma. Por tanto, ningún fin del mundo, sino ¡sólo el fin de un mundo!

En la práctica, el papel determinante en la apertura de la fe a la nueva realidad y en la coordinación de las iniciativas fue del pontífice romano.

San León Magno tiene la clara conciencia de que la Roma cristiana sobrevivirá a la Roma pagana e incluso “presidirá con su religión divina más ampliamente de cuanto lo hubiera hecho esta con su dominación terrena” (2).

Poco a poco la actitud de los cristianos hacia los pueblos bárbaros cambia; de seres inferiores, incapaces de civilización, comienzan a ser considerados como posibles hermanos en la fe. De amenaza permanente, el mundo bárbaro comienza a parecer a los cristianos un nuevo, extenso campo de misión. Pablo había proclamado abolidas con Cristo las distinciones de raza, de religión, de cultura y de clase social con las palabras: “Ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos” (Col 3,11); ¡Pero cuánto costó traducir esta revolución a la realidad de la historia! ¡Y no sólo entonces!

La reevangelización de Europa

Ante los pueblos bárbaros, la Iglesia se encontró combatiendo dos batallas. La primera fue contra la herejía arriana. Muchas tribus bárbaras, sobre todo los godos, antes de penetrar como conquistadores en el corazón del Imperio, en oriente habían tenido contacto con el cristianismo y lo habían acogido en la versión arriana, entonces en auge, también por la obra realizada por el obispo Ulfila (311-383), traductor de la Biblia al godo. Una vez introducidos en el territorio occidental, habían llevado consigo esta versión herética del cristianismo.

El arrianismo no tenía una organización unitaria, ni siquiera una cultura y una teología comparable a la de los católicos. En el transcurso del siglo VI, uno tras otro, los reinos bárbaros abandonaron el arrianismo para adherirse a la fe católica, gracias a la gran obra de algunos obispos y escritores católicos y, también, a veces, por cálculos políticos. Un momento decisivo fue el Concilio de Toledo de 589, animado por Leandro de Sevilla que marcó el final del arrianismo visigodo en España y prácticamente en todo occidente.

La batalla contra el arrianismo no era algo nuevo, ya comenzó en el lejano 325. La verdadera empresa nueva llevada a cabo por la Iglesia tras la caída del imperio romano, fue la evangelización de los paganos. Esta se dió en dos direcciones, por así decir, ad intra y ad extra, en los pueblos del antiguo imperio y en los que habían aparecido hacía poco en escena.

En los territorios del antiguo imperio, Italia y provincias, la Iglesia hasta entonces se había implantado sólo en las ciudades. Se trataba de extender su presencia al medio rural y a los pueblos. El término “pagano” viene, como se sabe, de “pagus”, pueblo, y tomó el significado que tiene ahora del hecho de que la evangelización del campo se dió, en general, mucho después que en las ciudades.

Sería ciertamente interesante seguir el filón de esta evangelización que llevó al nacimiento y al desarrollo del sistema de las parroquias, como subdivisiones de la diócesis, pero por el objetivo que me he fijado debo limitarme a otra dirección de la evangelización, la ad extra, destinada a llevar el Evangelio a los pueblos bárbaros asentados en la Europa insular y central, es decir, en la actual Inglaterra, Holanda, Francia y Alemania.

Un momento decisivo en esta empresa fue la conversión del rey merovingio Clodoveo que en la Noche de Navidad de 498 o 499 se hizo bautizar por el obispo de Reims, san Remigio. Decidía así, según la costumbre de la época, no solo el futuro religioso del pueblo franco, sino también el de otros pueblos más acá y más allá del Rin, conquistados por él. Es célebre la frase que el obispo Remigio pronunció en el momento de bautizar a Clodoveo: Mitis depone colla, Sigamber; adora quod incendisti, incende quod adorasti: “Inclina humildemente la nuca, fiero Sicambro, adora lo que incendiaste, quema lo que adoraste”(3). A este hecho de Francia su título de “hija primogénita de la Iglesia”

La cristianización del continente culminó en el siglo IX con la conversión, obra de los santos Cirilo y Metodio, de los pueblos eslavos que llegaron a ocupar, en la Europa oriental, los territorios dejados libres por las precedentes olas migratorias que se desplazaron a occidente.

La evangelización de los bárbaros presentaba una condición nueva, respecto a la anterior del mundo grecorromano. Allí, el cristianismo tenía ante sí un mundo culto, organizado, con un orden, leyes, lenguas comunes; tenía, en resumen, una cultura con la que dialogar y con la que compararse. Ahora se encuentra, con tener que hacer, al mismo tiempo, una obra de civilización y de evangelización; debe enseñar a leer y a escribir, mientras enseña la doctrina cristiana. La inculturación se presentaba bajo una forma totalmente nueva.

La epopeya monástica

La obra gigantesca de la que sólo he podido trazar aquí las grandes líneas, fue llevada a cabo con la participación de todos los integrantes de la Iglesia. En primer lugar del Papa, a cuya iniciativa directa se debe la evangelización de los anglos y que tuvo una parte activa en la evangelización de Alemania por obra de san Bonifacio y de los pueblos eslavos por obra de los santos Cirilo y Metodio; después, por los obispos, los párrocos, a medida que se iban formando comunidades locales estables.

Un papel silencioso, pero decisivo, fue ejercido por algunas mujeres. Detrás de las grandes conversiones de los reyes bárbaros, a menudo nos encontramos con la creciente influencia ejercida por sus respectivas mujeres; santa Clotilde en el caso de Clodoveo, santa Teodolinda en el del rey lombardo Autari, la esposa católica del rey Edvino, que introdujo el cristianismo en el norte de Inglaterra.

Pero los verdaderos protagonistas de la reevangelización de Europa, después de las invasiones bárbaras, fueron los monjes. En Occidente el monaquismo, comenzado en el siglo IV, se difundió rápidamente en dos tiempos y direcciones distintas. La primera ola parte de la Galia meridional y central, especialmente de Lerín (410) y de Auxerre (418), y gracias a san Patricio, que se formó en aquellos dos centros, llegó a Irlanda cuya entera vida religiosa fecundará. Desde aquí, en un primer tiempo, pasa a Escocia y a Inglaterra y después vuelve al continente.

La segunda ola monástica, destinada a asumir y unificar las distintas formas de monaquismo occidental, tuvo su origen en Italia por parte de san Benito (+547). Del siglo V al VIII Europa se cubre literalmente de monasterios, muchos de los cuales desarrollarán una tarea primaria en la formación de Europa, no sólo de su fe, sino también de su arte, cultura y agricultura. Por esta razón san Benito fue proclamado patrono de Europa y el santo padre, en 2005, eligió Subiaco para su lección magistral sobre las raíces cristianas de Europa.

Las grandes figuras de monjes evangelizadores pertenecen, casi todas, a la primera de las dos corrientes recordadas, la que vuelve al continente desde Irlanda e Inglaterra. Los nombres más representativos son los de san Columbano y san Bonifacio. El primero, partiendo de Luxeuil, evangelizó numerosas regiones del norte de la Galia y las tribus alemanas meridionales, llegando hasta Bobio, en Italia; el segundo, considerado el evangelizador de Alemania, desde Fulda extendió su acción misionera hasta Frisia, la actual Holanda. A él, el santo padre Benedicto XVI dedicó una de sus catequesis del miércoles 11 de marzo de 2009, destacando su estrecha colaboración con el pontífice romano y la acción civilizadora en los pueblos evangelizados por él.

Leyendo sus vidas se tiene la impresión de revivir la aventura misionera del apóstol Pablo: el mismo anhelo de llevar el evangelio a toda criatura, el mismo coraje al afrontar todo tipo de peligros e inconvenientes y, para san Bonifacio y muchos otros, también la misma suerte final del martirio. Las lagunas de esta evangelización de amplio espectro son conocidas, y la comparación con san Pablo destaca la principal. El apóstol, junto a la evangelización, procuraba, en todas partes, la fundación de una Iglesia que asegurase la continuidad y su desarrollo. A menudo, por la escasez de medios y la dificultad de moverse en una sociedad todavía en estado de magma, estos pioneros no eran capaces de asegurar un seguimiento de su obra.

Del programa indicado por san Remigio a Clodoveo, los pueblos bárbaros tendían a poner en práctica sólo una parte: adoraban lo que habían quemado, pero no quemaban lo que habían adorado. Mucha parte de su bagaje idólatra y pagano permanecía y surgía a la primera ocasión. Sucedía como con ciertos caminos trazados en el bosque: al no ser mantenidos, son recuperados y borrados por la naturaleza circundante. La obra más duradera de estos grandes evangelizadores fue justo la fundación de una red de monasterios y, con Agustín en Inglaterra y san Bonifacio en Alemania, la erección de diócesis y la celebración de sínodos que asegurarán luego la reanudación de una evangelización más duradera y más en profundidad.

Misión y contemplación

Ahora ha llegado el momento de extraer alguna indicación para el hoy del marco histórico trazado. Notamos, antes que nada, una cierta analogía entre la época que hemos recordado y la situación actual. Entonces el movimiento de los pueblos era de este a oeste, ahora es de sur a norte. La Iglesia, con su magisterio, ha hecho, también en este caso, su elección de campo que es la de apertura hacia lo nuevo y de acogida a los nuevos pueblos.

La diferencia es que hoy no llegan a Europa pueblos paganos o herejes cristianos, sino, a menudo, pueblos en posesión de una religión bien constituida y consciente de sí misma. El hecho nuevo es, por tanto, el diálogo que no se opone a la evangelización, sino determina su estilo. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Missio, sobre la perenne validez del mandato misionero, se expresó con claridad a este respecto:

“El diálogo interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Entendido como método y medio para un conocimiento y un enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ad gentes, más bien tiene un especial vínculo con ella y es expresión de la misma... A la luz de la economía de la salvación, la Iglesia no ve un enfrentamiento entre el anuncio del Cristo y el diálogo interreligioso; siente, sin embargo, la necesidad de integrarlos en el ámbito de su misión ad gentes. Es necesario, en efecto, que estos dos elementos mantengan su vínculo íntimo y, al mismo tiempo, su distinción, por lo que no hay que confundirlos, ni instrumentalizarlos, ni juzgarlos equivalentes, como si fuesen intercambiables”(4).

Lo que sucedió en Europa tras las invasiones bárbaras nos muestra, sobre todo, la importancia de la vida contemplativa en vista de la evangelización. El decreto conciliar Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, dice a este respecto:

“Merecen especial consideración las distintas iniciativas destinadas a establecer la vida contemplativa. Ciertos institutos, manteniendo los elementos esenciales de la institución monástica, tienden a implantar la riquísima tradición de la propia orden; otros buscan volver a la simplicidad de las formas del monaquismo primitivo. Todos, sin embargo, deben buscar una adaptación real a las condiciones locales. Dado que la vida contemplativa supone la presencia eclesial en su forma más plena, es necesario que esta se constituya en todas partes en las jóvenes Iglesias”(V).

Esta invitación a buscar nuevas formas de monaquismo pensando en la evangelización, incluso inspirándose en el monaquismo antiguo, no ha sido ignorada.

Una de las formas en que se ha realizado son las “Fraternidades monásticas de Jerusalén”, conocidas como los monjes y las monjas de ciudad. Su fundador, el padre Pierre-Marie Delfieux, tras haber pasado dos años en el desierto del Sáhara, en compañía solo de la Eucaristía y la biblia, entendió que el verdadero desierto son hoy las grandes ciudades secularizadas. Iniciadas en París en la fiesta de Todos los Santos de 1975, estas fraternidades están presentes ya en varias grandes ciudades de Europa, incluída Roma, donde han asumido la iglesia de la Trinità dei Monti. Su carisma es evangelizar a través de la belleza del arte y de la liturgia. Su hábito es monástico, el estilo de vida sencillo y austero, el entrelazamiento entre trabajo y oración; pero es nueva la situación en el centro de las ciudades, generalmente en iglesias antiguas de gran atractivo artístico, así como la colaboración entre monjas y monjes en el ámbito litúrgico, incluso en la total independencia recíproca en cuanto a vivienda y autoridad.

No pocas conversiones de alejados y retornos a la fe de cristianos sólo de nombre se han dado en torno a estos lugares.

De distinto tipo, pero que forma parte también de este florecimiento de nuevas formas monásticas, es el monasterio de Bose en Italia. En el ámbito ecuménico, el monasterio de Taizé en Francia es un ejemplo de una vida contemplativa directamente comprometida también con el frente de la evangelización.

El 1 de noviembre de 1982, en Ávila, acogiendo a una amplia representación de la vida contemplativa femenina, Juan Pablo II expuso la posibilidad, también en la vida de clausura femenina, de un compromiso más directo en la obra de evangelización. “Vuestros monasterios –dijo– son comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas, a las que dais ayuda, alimento y esperanza. Son lugares consagrados y podrán ser también centros de acogida cristiana para aquellas personas, sobre todo jóvenes, que a menudo buscan una vida sencilla y transparente, en contraste con la que se les ofrece desde las sociedad de consumo”.

El llamamiento no fue ignorado y se está traduciendo en iniciativas originales de vida contemplativa femenina abierta a la evangelización. Una de estas pudo darse a conocer en el reciente Congreso promovido, aquí en el Vaticano, por el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización. Todas estas formas nuevas no sustituyen las realidades monásticas tradicionales, muchas de las cuales centros también de irradiación espiritual y de evangelización, pero las acompañan y las enriquecen.

No basta que en la Iglesia haya quien se dedique a la contemplación y quien se dedique a la misión; es necesario que la síntesis entre estas dos cosas se dé en la misma vida de todo misionero. No basta, en otras palabras, la oración “por los” misioneros, hace falta la oración “de los” misioneros.

Los grandes monjes que reevangelizaron Europa tras las invasiones bárbaras eran hombres salidos del silencio de la contemplación y que volvían a ella apenas se lo permitían las circunstancias. Es más, con el corazón no salían nunca del todo del monasterio. Ponían en práctica, anticipándose, el consejo que Francisco de Asís daba a sus hermanos antes de enviarlos por las calles del mundo:

“Nosotros, tenemos un eremitorio siempre con nosotros allá donde vamos, y cada vez que queremos podemos, como eremitas, regresar a esta ermita. El hermano cuerpo es la ermita y el alma el ermitaño que habita dentro de ella para rezar a Dios y meditar”(6).

De esto tenemos un ejemplo mucho más autorizado. La jornada de Jesús era un entrelazamiento admirable de oración y predicación. No oraba solo antes de predicar, oraba para saber qué predicar, para extraer de la oración las cosas que anunciar al mundo. “Las palabras que digo –afirmaba–, las digo como el Padre me las ha dicho” (Jn 12, 50). De allí venía aquella “autoridad” de Jesús que tanto impresionaba en su hablar.

El esfuerzo por una nueva evangelización está expuesto a dos peligros. Uno es la inercia, la pereza, el no hacer nada y dejar que los demás lo hagan todo. El otro es lanzarse a un activismo humano febril y vacío, con el resultado de perder, poco a poco, el contacto con la fuente de la palabra y de su eficacia. Se dice: ¿pero cómo estar tranquilos rezando cuando tantas exigencias reclaman nuestra presencia, cómo no correr cuando la casa se quema? Es verdad, pero imaginemos a un grupo de bomberos que corriese a apagar a un incendio y que se diera cuenta de que no tenía en las reservas ni una gota de agua. Así estamos nosotros cuando corremos a predicar sin rezar. La oración es fundamental para la evangelización porque “la predicación cristiana no es en primer lugar una comunicación de la doctrina sino de la existencia”. Evangeliza más quien ora sin hablar que quien habla sin orar.

María, estrella de la evangelización

Terminamos con un pensamiento sugerido por el tiempo litúrgico que estamos viviendo y por la solemnidad de la Inmaculada que celebramos ayer.

Una vez, en un diálogo ecuménico, un hermano protestante me preguntó, sin hacer polémica, sólo para poder entenderlo: “¿Por qué vosotros, los católicos, decís que María es 'la estrella de la evangelización'? ¿Qué ha hecho María para merecer este título?” Para mí fue la ocasión para reflexionar sobre el tema y no tardé en descubrir la razón profunda. María es la estrella de la evangelización porque ha llevado en sí la Palabra, no a tal o tal pueblo ¡sino al mundo entero!

Y no solo por esto. Llevaba la Palabra en el seno, no en la boca. Estaba plena, físicamente, de Cristo y lo irradiaba con su sola presencia. Jesús se le salía por los ojos, el rostro, por toda su persona. Cuando uno se perfuma, no necesita decirlo, basta estar cercano a él para darse cuenta, y María, sobre todo en la época en la que lo llevaba en su seno, era plena del perfume de Cristo.

Se puede decir que María fue la primera claustral de la Iglesia. Después de Pentecostés, entró como en clausura. A través de las cartas de los apóstoles, conocemos a innumerables personajes y también muchas mujeres de la primitiva comunidad cristiana. Una vez encontramos mencionada a una tal María (cf Rm 16,6), pero no es ella. De María, la madre de Jesús, nada. Desaparece en el silencio más profundo.

¡Pero qué significó para Juan tenerla a su lado mientras escribía el Evangelio y qué pudo significar para nosotros tenerla cerca mientras proclamamos el Evangelio! “Primicia de los Evangelios --escribe Orígenes- es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no haya recibido de Él a María, como su propia madre” (7).

María ha inaugurado en la Iglesia aquella segunda alma, o vocación, que es el alma escondida y orante, junto al alma apostólica o activa. Lo expresa de maravilla el tradicional icono de la Ascensión, del que tenemos una representación a la derecha de esta capilla. María está en pie, con los brazos abiertos, en actitud orante. En torno a ella los apóstoles, todos con un pie o una mano alzada, es decir en movimiento, representan a la Iglesia activa, que va a la misión, que habla y actúa. María está inmóvil bajo Jesús, en el punto exacto desde donde Él asciende, casi como para mantener viva su memoria y la espera su retorno.

Terminamos escuchando las palabras finales de la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, en la que, por primera vez en los documentos pontificios, María recibe el título de Estrella de la Evangelización: “En la mañana de Pentecostés, presidió con su oración, el inicio de la evangelización bajo la acción del Espíritu Santo. ¡Que ella sea la Estrella de la Evangelización siempre renovada en la Iglesia, dócil al mandato de su Señor, que debe promover y adecuar, sobre todo en estos tiempos difíciles pero llenos de esperanza!”

NOTAS: (1) San Jerónimo, Comentario a Ezequiel, III, 25, pref.; cf. Epistole LX,18; CXXIII,15-16; CXXVI,2. (2) San León Magno, Sermón 82, (3) Gregorio de Tours, Historia Francorum, II, 31. (4) Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 55. (5) L.G., 18. (6) Legenda Perugina, 80 (FF, 1636) (7) Orígenes, Comentario al Evangelio de Juan, I, 6,23 (SCh, 120, p. 70)


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