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Hasta el siglo XII, el clérigo que no vivía de forma ejemplar volvía a ser seglar


Hay problemas en la vida que no se resuelven con un traslado. La Iglesia (empezando por su teología) tendría que ser consecuente: el que no sirve para un ministerio, que cese. Esto es lo que hizo la Iglesia durante más de diez siglos. Sin duda alguna, hasta el s. XII, por lo menos.

Fue en el s. XII cuando se aceptó entre los teólogos la idea según la cual el sacramento del Orden consiste en el carácter del que arrancan los poderes sagrados que tiene el sacerdote. Es la idea que impuso Pedro Lombardo, al que siguieron Alberto Magno, Tomás de Aquino, etc. Desde entonces, se impuso el convencimiento de que el sacerdote es "Sacerdos in aeternum" = "sacerdote para siempre".

Lo que pasa es que la Iglesia, para evitar males mayores, se inventó la teoría de que, para ejercer el sacerdocio, no basta la "potestad de orden" (que teóricamente es indeleble), sino que además el sacerdote necesita la "potestad de jurisdicción", que se le concede al que está "incardinado" (inscrito) en una diócesis o en una Orden Religiosa, es decir, está sometido a un obispo o a un superior religioso.

Pues bien, es importante saber que, durante más de mil años, estas ideas no existían o no estaban claras en la Iglesia. Lo que estaba claro es que, si un sacerdote - tuviera el cargo que tuviera, aunque fuera obispo -, si no vivía de forma ejemplar y según las normas establecidas, dejaba de ser sacerdote y volvía a ser seglar. Esto es lo que no se cansaban de repetir machaconamente los Sínodos y Concilios por todos los rincones de la Iglesia, en Oriente y Occidente, como consta en los documentos eclesiásticos desde comienzos del s. IV (año 314) hasta finales del s. XII (año 1179).

De manera que el que era cesado, si es que quería seguir siendo cristiano, tenía que permanecer en la Iglesia "laica communione contentus", es decir, "comulgando como laico". Pasaba, por tanto, de clérigo a seglar. Este asunto capital ha sido ampliamente estudiado y muy bien documentado (C. Vogel, P.M. Seriski, E. Herman, P. Hinschius, F. Kober, K. Hofmann, H. Zimmermann, J.M.Castillo...).

Y conste que el convencimiento de la Iglesia, en este asunto, era tan firme, que, si ocurría que un sacerdote u obispo cesado (y reducido al estado laical) quería volver a ejercer el ministerio, tenía que ser "re-ordenado". De forma que un autor tan autorizado, como fue san Isidoro de Sevilla, llega a decir que "un acto canónico de la Iglesia anula hasta incluso un acto sacramental" (Conc. IV de Toledo, can. 28. Mansi, X, 627. Cf. P. Séjourné, Y. Congar).

El convencimiento de la Iglesia era tan firme como claro: la conducta era más determinante que el ritual. Lo que significaba que, si la conducta no era honesta, coherente y aprobada por la comunidad creyente, el ritual quedaba anulado. Y, por tanto, desaparecía la ordenación y el ministerio.

Hoy esto tendría que traducirse en el hecho fuerte y honrado, para bien de la sociedad y de la Iglesia, de que muchos sacerdotes, frailes, religiosos y hasta obispos deberían pasar al estado y condición de laicos, viviendo como honestos creyentes y honrados ciudadanos, ganándose la vida como todo hijo de vecino o viviendo de la pensión que les corresponda según las leyes de cada país.

Por lo demás, y para evitar preocupaciones teológicas innecesarias, debo indicar que el canon 9 de la Sesión 7ª de Trento, que afirma el carácter sacramental, que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden, lo único que termina diciendo es que esos tres sacramentos "no se pueden repetir" (DH 1609), o sea no se pueden administrar a cada persona nada más que una vez en la vida. Es lo que explica con claridad el famoso historiador de aquel concilio S. Pallavicino.


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