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Lucas 9,18-24: El siervo sufriente


En la primera lectura nos habla Dios por medio de Zacarías, uno de los doce profetas llamados menores, no porque fueran inferiores de rango, sino porque los escritos que llevan su nombre son más cortos que los de aquellos que llamamos mayores.

Todos los profetas hablaban en nombre de Dios, y muchos de ellos, sin siquiera saberlo conscientemente, hacían alusiones a lo que ocurriría muchos siglos después. En los párrafos que hoy se leen, el profeta Zacarías habla de Alguien que hará llorar a los habitantes de Jerusalén, pues lo han de traspasar, pero será para bien de todos, pues derramará un espíritu de gracia y clemencia, y por El se limpiarán los pecados.

Por las referencias que hace se trata del Mesías, que ha de cargar, como dirá Isaías, con los pecados de todos. No fue ésa, precisamente, la idea que muchos se hicieron en Israel, cuando pensaban en el “Úngido de Dios”, que es lo que significa la palabra Mesías. Más bien lo esperaban como un gran caudillo, un nuevo David, que vendría a restaurar la gloria de Israel y liberar al pueblo de yugos opresores.

Y es que el Mesías, que los profetas aclararon en diversas ocasiones que sería un Salvador para todos los pueblos, los judíos sólo veían, con algunas excepciones, a quien habría de liberarlos a ellos.

Fue precisamente para preparar su venida que Israel fue elegido, pero no para que la salvación fuese sólo para ellos, idea que la mayoria de ese pueblo nunca ha podido entender. Como no podían entender que el Mesías tuviese que sufrir para lograr la liberación.

Si los profetas anunciaron un siervo de Dios sufriente, Jesús lo confirma en varias ocasiones, como lo vemos en el evangelio de hoy. Después de preguntar a sus apóstoles lo qué pensaban de él, recibió la respuesta de Pedro, que hablaba ciertamente en nombre de todos.

El apóstol tuvo que estar inspirado por el Espíritu Santo para decir sin ambages: “Tú eres el Mesías de Dios”. Jesús, sin embargo, les prohíbe que dijeran a la gente que El lo era, no porque no lo fuese, sino para evitar que el pueblo quisiera proclamarlo como tal, y dadas las falsas espectativas que tenian de un Mesías politico, fueran a realizar disturbios que podrían traer tristes consecuencias.

No olvidemos que, por esos tiempos, existía un grupo de judíos que trataba de hostigar a los romanos con actos aislados, atacando a los soldados y llegando a matar a algunos. Este grupo, al que llamaban “zelotes”, estaba muy perseguido, y en modo alguno quería Jesús que lo identificasen con él. No había venido a realizar una salvación política, sino una mucho más profunda, la de librar al ser humano de las cadenas del pecado y de la eterna perdición.

Y lo haría en una forma impensable para los seres humanos. Cuando hablamos de luchar, queremos hacer el mayor daño posible a los que consideramos enemigos. Pero Dios no piensa como nosotros. El planeó la salvación entregando a su Hijo al sufrimiento y la muerte. De ahí que Jesús tratase de evitar, por todos los medios, que la gente lo mirara como un caudillo militar o un nuevo David, que fue un rey victorioso en mil batallas, logrando llevar a Israel a ser respetado por las otras naciones. Cuando lo quisieron hacer rey, Jesús se apartó. Evitó a toda costa que la gente sufriera por algo que nada tenía que ver con su verdadera misión. Así anunció a sus discípulos, y esto lo haría al menos tres veces antes de que ocurriese, que tendria que padecer y sería ejecutado, pero resucitaría al tercer día.

Podemos estar seguros que estas palabras no calaron muy profundamente en los apóstoles. Las oirían como si se tratase de algo que nada tenía que ver con su Maestro o con ellos. Tanto que, a pesar de que este anuncio lo repetiría hasta por tres veces, llegado al momento les tomó por sorpresa y se sintieron totalmente perdidos.

No podían comprender que las cosas ocurriesen de aquella forma. Y es que ellos también se habían hecho la idea de que su Maestro, en un momento dado, se declararía rey y barrería a sus enemigos.

Todos, de una forma u otra, albergaban la esperanza de llegar a ser grandes en el Reino. Incluso Juan y Santiago se atrevieron a pedirle los primeros puestos. Pero nada, tanto en la predicación de Jesús como en sus acciones, podía dar a entender que las cosas fuesen por ese lado.

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