Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1559)
Este sevillano (Jerez 1490-Sevilla 1558) se fue a las Indias en la expedición de Pánfilo de Narváez (1527). Llegados a Tampa, en Florida, bajó Alvar con un grupo a tierra y al volver a la costa hallaron que se habían ido las naves.
Ahí comenzó una odisea increíble, que duró ocho años entre los indios. Como pudieron, construyeron unas embarcaciones y llegaron por el Golfo de México hasta la Isla del Mal Hado, hoy Galveston (Texas), debajo de Houston, donde fueron apresados por los indios. Alvar y tres compañeros supervivientes escaparon, y a pie, perdidos durante ocho años entre indios de distintas tribus (1528-1536), caminaron del este al oeste de América del Norte, desde Galveston hasta Culiacán (Sinaloa), al extremo este de México, debajo de Sonora y Chihuahua, buscando reintegrarse con los españoles.
Todo esto lo narra él mismo en sus “Naufragios y Relación de la jornada de la Florida”, que publicó en 1542. Aún le pedía el cuerpo más aventura y fue nombrado Adelantado del Río de la Plata, en Asunción, donde fue gobernador con no pocas vicisitudes que narra en Comentarios. –Ocho años perdido entre los indios
Las mil aventuras pasadas por Alvar durante esos ocho años no podrán ser imaginadas por el lector, ni descritas por mí aquí y ahora. Recorrieron, sin saber por dónde iban, la mitad inferior de América del Norte, siempre a pie, por territorios habitados por tribus a veces hostiles, sin medios, ni mapas, ni lenguaje, ni alimentos, unas veces como esclavos, curanderos, comerciantes, otras como fugados, chamanes cristianos o del modo más conveniente para sobrevivir –ochos años en esas circunstancias dan como para ser muchas cosas–, hasta que encontraron una expedición de españoles cerca de Culiacán, capital del actual estado de Sinaloa.
Refiero solamente, a modo de ejemplo, una de sus aventuras, porque en ella se expresa la profunda religiosidad cristiana de Alvar Núñez.
En la isla del Mal Hado, estando Alvar y sus compañeros presos de los indios, éstos, esperando que habría algún poder extraño en aquellos blancos barbudos, les llevaban enfermos para que los curasen, y ellos, jugándose la vida, intentaban el milagro. Uno de ellos, Castillo «los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida. Y El lo hizo tan misericordiosamente que, venida la mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conociésemos su bondad y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir»… «Él lo hizo».
«Por toda esta tierra, cuenta Alvar, anduvimos desnudos, y como no estábamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces al año… Nos corría por muchas partes la sangre, de las espinas y matas con que topábamos… No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquel que yo entonces sufría» (Naufragios cp. 22). Cristianos y misioneros
Estos hombres, buenos o malos, malos y buenos, eran cristianos y misioneros, pues tenían una firmeza absoluta en su fe. Y así, por ejemplo, descubridores y conquistadores, donde quiera que llegaban, atacaban la antropofagia, que estaba difundida, en unos sitios más, en otros menos, por casi todas las Indias.
Desde el principio, partían de un planteamiento cristiano, y no de una ética meramente natural, y enseñaban que la ofensa al hombre era aborrecible sobre todo porque era ofensa a su Creador divino. Así, por ejemplo, siendo Cabeza de Vaca, años después, gobernador del Paraguay, llegaron a él muchas quejas, y él «mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorecer y dar a entender cómo habían de venir en conocimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina y el enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos, como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de Su Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados y favorecidos que hasta allí lo habían sido. Y allende de esto, les fue dicho y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates, camisas, ropas, bonetes y otras cosas, con que se alegraron» (Comentarios cp.16).
La lucha contra los ídolos era también uno de los primeros objetivos de los conquistadores, y así, por ejemplo, lo consideró Cabeza de Vaca cuando fue gobernador en Río de la Plata:
«Según informaron al Gobernador, adelante la tierra adentro tienen los indios ídolos de oro y de plata, y procuró con buenas palabras apartarlos de la idolatría, diciéndoles que los quemasen y quitasen de sí, y creyesen en Dios verdadero, que era el que había criado el Cielo y la Tierra, y a los hombres, y a la mar, y a los peces, y a las otras cosas, y que lo que ellos adoraban era el diablo, que los traía engañados». Pide Alvar que «quemen» los ídolos de oro, no que los «entreguen», como hubieran hecho otros, uniendo apostolado y enriquecimiento. Esta primera evangelización elemental de los conquistadores, al venir propuesta por el gran jefe de los blancos, con frecuencia impresionaba sinceramente a los indios. «Y así, quemaron muchos de ellos, aunque los principales de los indios andaban atemorizados, diciendo que los mataría el Diablo, que se mostraba muy enojado… Y luego que se hizo la iglesia y se dijo misa, el Diablo huyó de allí, y los indios andaban asegurados, sin temor» (Comentarios 54). Más apostolado que armas
Muchas crónicas primeras de las Indias nos muestran que los conquistadores obraron con frecuencia como exorcistas de los pueblos indios, liberándolos del demonio y de sus servidumbres idolátricas. Y también que no pocos de los conquistadores procuraban ganarse a los indios por la amistad y la alianza, antes que por las armas.
Así procedía también Alvar Núñez. Una vez, por ejemplo, subiendo por el río Iguatú, hizo asiento con su expedición en un lugar determinado, y en seguida mandó hacer una iglesia, celebrar la misa y los oficios, y alzar «una cruz de madera grande, la cual mandó hincar junto a la ribera». Reunió luego a los españoles y guaraníes amigos, que acompañaban la expedición, dándoles orden severa de que respetasen a los indios pacíficos de aquel lugar, y mandándoles que «no hiciesen daño ni fuerza ni otro mal ninguno a los indios y naturales de aquel puerto, pues eran amigos y vasallos de Su Majestad, y les mandó y defendió [prohibió] no fuesen a sus pueblos y casas, porque la cosa que los indios más sienten y aborrecen y por que se alteran es por ver que los indios y cristianos van a sus casas, y les revuelven y toman las cosillas que tienen en ellas; y que si trajesen y rescatasen con ellos, les pagasen lo que trujesen y tomasen de sus rescates; y si otra cosa hiciesen, serían castigados» (-Com. 53).
Al parecer, el hecho de que gobernadores, como Cabeza de Vaca, hicieran abierto apostolado misionero en sus expediciones de descubrimiento y conquista fue relativamente frecuente en las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), por ejemplo, cuenta del gobernador Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias (1533), que «por las mejores palabras que podía les daba a entender [a los indios] la verdad de nuestra fe, y les amonestó que no creyesen en nada de aquello, y que fuesen cristianos y creyesen en Dios trino e uno, y Todopoderoso, y que se salvarían e irían a la gloria celestial. Y con estas y otras muchas y buenas amonestaciones se ocupaba muchas veces este gobernador para enseñar a los indios y los traer a conocer a Dios y convertirlos a su santa Iglesia y fe católica» (Historia General XVII,28). Final en Sevilla
En 1537 Alvar regresó a España, y en 1940 Carlos I lo nombró Capitán general, Gobernador y Adelantado en el territorio del Río de la Plata. Partieron de Cádiz tres navíos y unos cuatrocientos hombres, y hallaron que Santa María del Buen Aire había sido abandonada por los españoles y que la capital había pasado a Asunción. En su marcha hacia la nueva capital descubrió las cataratas del Iguazú, que llamó Salto de Santa María (1942).
En Asunción encontró desde el principio la resistencia de los que apoyaban al guipuzcoano Domingo Martínez de Irala (1509-1556), anterior gobernador del Río de la Plata. La Corona había perdido el control de Asunción, capital del virreinato. Había indios esclavizados y maltratados, se toleraba a los españoles que vivían la poligamia con las indias, y la anarquía ignoraba las Leyes de Indias, especialmente aquellas que más favorecían el trato con los indios.
Alvar Núñez quiso imponer la autoridad de la Corona y de las Leyes. Pero las tensiones fomentadas por Irala estallaron en 1544, estando Alvar enfermo de malaria. Se produjo una sublevación, en la que fue acusado de autoritarismo y de abuso de severidad en su gobierno, y sobre todo de dar a los indios un trato excesivo de preferencia.
Deportado a España en 1545, el Consejo de Indias, mal informado, lo exiló a Orán, Argelia, pena que quizá no llegó a cumplir porque recurrió la sentencia. No hay datos documentales ciertos de sus últimos años, aunque hay indicios de que se retiró a un monasterio. Murió en Sevilla (1559), y su sepulcro está en la iglesia de un convento de Valladolid.