Constituciones 40:
Nazaret, escuela de virtudes
Nazaret es la casa que edificó para sí la Sabiduría, la morada de Dios con los hombres, en donde habita visiblemente la plenitud de la divinidad y en donde están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Allí Dios empezó a hablar a los hombres por el Hijo y les enseñó toda la verdad por la que los pequeños pueden distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.
Agradamos a Dios en todo
Allí, todos los que por una especial vocación convivimos como familiares de Jesús, junto con María y José, contemplamos la gloria de Dios abiertamente, somos transformados a su imagen de claridad en claridad. Al renunciar a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivimos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente; nos comportamos de una manera digna, agradando a Dios en todo; dando frutos con toda obra buena, nos mostramos ante los hermanos como dechados de buenas obras: con nuestra pureza de doctrina, dignidad y gravedad.
Caridad y humildad
Por encima de todo, nos revestimos del amor, que es el vínculo de la perfección, ya que a ella hemos sido llamados formando un solo Cuerpo. Lo hacemos todo con amor porque siendo muchos, no formamos más que un solo Cuerpo en Cristo: todos somos miembros los unos de los otros. Nos amamos los unos a los otros con caridad de hermanos, sin falsedad. El hermano juzga como superior al hermano: sirve al Señor en él, con celo sin negligencia, con espíritu fervoroso, con la alegría de la esperanza.
Afabilidad
Y puesto que el Verbo habita en nosotros y con nosotros, nos abstenemos de palabras duras, ásperas, ofensivas o amargas. Empleamos, por el contrario, palabras llenas de suavidad, humildad y caridad, hablando siempre bien de todos. Nadie dice al otro aquello que sabe puede desagradarle, darle pena, exasperarle o sembrar división entre los hermanos, sino que, por lo que de nosotros depende, mantenemos la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, siendo todos del mismo sentir, con la paz jubilosa de Cristo en nuestros corazones.
Fomentamos esta caridad con la observancia de las Constituciones, con la obediencia y el ejercicio de todas las virtudes.
Modestia
Nos revestimos de la virtud de la modestia como de espléndida y preciosa vestidura que acompaña todas nuestras palabras y obras, de tal modo que en la compostura de toda la persona aparecen la humildad, la madurez y la edificación religiosa. Para ello nos ayuda en gran manera el ejercicio de la presencia de Dios.
Gozo
Con la oración perseverante, la laboriosidad y la comunicación sencilla de nuestros sentimientos al hermano, alejamos de nosotros la tristeza que deprime todo nuestro ser, daña el corazón y acarrea la muerte.
Diligencia y trabajo
Huimos igualmente de la ociosidad, que enseña mucha malicia y contradice nuestro ser, pues somos “hijos del carpintero” y debemos ocuparnos en la obras de Aquél que nos envió.
Mortificación
Al aceptar la invitación evangélica, revestimos nuestro cuerpo con la mortificación de Jesucristo, para que su vida se manifieste en nosotros. Como transeúntes en este mundo, peregrinamos hacia la patria celestial que anhelamos: donde está nuestro gozo, allí está nuestro corazón. Por lo tanto, el mundo, que está inmerso en el mal, y todo lo que hay en él, es decir, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, son despreciables para nosotros. Así, pues, no cedemos, de ninguna manera, a las inclinaciones desordenadas de la naturaleza; rara vez o nunca hablamos de nosotros mismos y nos esforzamos por alcanzar aquel grado de perfección, que ni las prosperidades nos envanezcan ni las adversidades nos desanimen.
Soportamos con entereza las adversidades, los trabajos, las calumnias, las persecuciones y todo género de tribulación por Cristo. Aún más, si Dios lo quiere, nos alegramos en el Señor en estas cosas adversas y contrarias a la inclinación natural.
Crecimiento espiritual
Para no aflojar sin apenas darnos cuenta en el fervor de la caridad, renovamos cada día el propósito de progresar en la virtud y lo hacemos todo con recta intención y verdadero fervor del corazón, pues estamos convencidos de que, si carecemos de las virtudes que son propias de la naturaleza y razón de nuestra vida y exigen los deberes de nuestra misión, inútil será nuestro ingenio e infecunda nuestra elocuencia y ciencia, vano nuestro trabajo y segura la ruina de la Congregación. Por lo mismo, de ningún modo podríamos ser descendientes de aquellos por los cuales vino la salvación a Israel.
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