Celebramos hoy a los santos Marcelino y Pedro, otros dos mártires de la época de Diocleciano. Dice una leyenda que por su fe fueron encerrados en la prisión y allí su testimonio cristiano fue de tal calibre que consiguieron la conversión de muchos paganos, incluido el carcelero y su familia pues curaron a su hijita de manera milagrosa.
Lo que realmente está atestiguado por el Papa San Dámaso, a quien se lo contó el mismo verdugo, es que los dos santos fueron llevados a un lugar repleto de zarzas y allí fueron enterrados tras el martirio a fin de que nadie pudiera encontrar los cuerpos para darles culto. Pero ya se sabe que el verdugo propone y Dios dispone, y, en este caso, dispuso que dos valientes mujeres, Lucila y Fermina, rescataran los cuerpos y les dieran cristiana sepultura en las catacumbas de San Tiburcio, después de quedarse con alguna reliquia.
El emperador Constantino hizo construir una basílica en este lugar, muy cerca de donde estaba enterrada su madre Santa Elena.
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