Parroquias del ¡ay!
¡Ay si vinieran los jóvenes! ¡Ay si hubiera más niños! ¡Ay si fuéramos más! ¡Ay si vinieran unas monjitas! ¡Ay si nos mandaran algún seminarista! ¡Ay si tuviéramos tiempo! ¡Ay si colaboraran los padres!
Parroquias del ay, del lamento, de una sensación en la que se mezclan el reconocimiento de la propia debilidad con una, por qué no decirlo, cierta comodidad. Ya saben: que lo hagan otros que tienen más gracia.
Este pasado martes, en plena misión mariana en Braojos, leíamos en la eucaristía ese fragmento del sermón de la montaña de la sal y la luz: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo".
Imaginen la celebración: ocho o diez personas, y con una media de edad provecta. Todo el derecho a su particular ay. Porque es verdad, mayores y en un pueblo pequeño. Pero son la sal de la tierra, la sal de Braojos, la luz de su pueblo.
No podemos caer en la fácil tentación de hacer caer la responsabilidad en los demás. Nostros somos la sal y la luz. Nosotros, no otros. Nosotros con nuestros muchos años, con los achaques, con las limitaciones. Nosotros, las denostadas “cuatro viejas” pero que son la sólida base de una iglesia que reza, colabora, se alegra y vive, el cura, pecador y limitado para muchas cosas. Pero Dios ha querido elegirnos, justo para confundir al mundo, escogiendo a lo débil y frágil para escándalo de los que se creen fuertes.
La sal del mundo de Braojos, La Serna y Gascones son, ya ven, un cura frágil y cuatro más, pero llamados a ser en cada parroquia esa fuerza simple y sencilla que mantiene la oración, vive la eucaristía, colabora en la parroquia, anima en las cosas de Dios y así se convierte en signo de fe y llamada a la vuelta a Cristo.
No vale de nada el ay. Somos los que somos, invitados a poner en las manos de Dios y de María lo que tenemos, sobre todo debilidad, pero confiados en su miseriocrdia y en su gracia. Cuántas veces no me habrán dicho que nosotros para qué valemos, si somos pocos y la mayor parte muy mayores. Valemos para estar en misa, para celebrar, para rezar, para sonreir siempre, para ayudar, para vivir. Y esto, lo que podemos hacer, es lo que nos pide Dios. El resto es cosa suya.