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SALMO RESPONSORIAL 97:

Los confines de la tierra han contemplado

la victoria de nuestro Dios

 

Cantad al Señor un cántico nuevo,

porque ha hecho maravillas:

su diestra le ha dado la victoria,

su santo brazo. 

R. Los confines de la tierra 

han contemplado la victoria de nuestro Dios

 

El Señor da a conocer su victoria,

revela a las naciones su justicia:

se acordó de su misericordia y su fidelidad

en favor de la casa de Israel. 

R. Los confines de la tierra 

han contemplado la victoria de nuestro Dios

 

Los confines de la tierra han contemplado

la victoria de nuestro Dios.

Aclama al Señor, tierra entera;

gritad, vitoread, tocad. 

R. Los confines de la tierra 

han contemplado la victoria de nuestro Dios

 

Tañed la cítara para el Señor

suenen los instrumentos:

con clarines y al son de trompetas,

aclamad al Rey y Señor. 

R. Los confines de la tierra 

han contemplado la victoria de nuestro Dios

Misa del día de Navidad

PRIMERA LECTURA:

Isaías 52,7-10

 

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: "Tu Dios es rey"! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

SEGUNDA LECTURA:

Hechos de los Apóstoles 1,1-6

 

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado que los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: "Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado", o: "Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo"? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: "Adórenlo todos los ángeles de Dios."

EVANGELIO

Juan 1,1-18

 

En principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.] La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. [Juan da testimonio de él y grita diciendo: "Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."" Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]

ANTE EL MISTERIO DEL NIÑO
por José Antonio Pagola

Los hombres terminamos por acos-tumbrarnos a casi todo. Con frecuen-cia, la costumbre y la rutina van va-ciando de vida nuestra existencia. Decía Ch. Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada a casi todo». Por eso no nos puede extrañar dema-siado que la celebración de la Navi-dad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acos-tumbrada».

 

Estamos acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un portal de Belén». Ya no nos sorprende ni con-mueve un Dios que se ofrece como niño. Lo dice A. Saint-Exupéry en el prólogo de su delicioso Principito: «Todas las personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo recuer-dan». Se nos olvida lo que es ser ni-ños. Y se nos olvida que la primera mirada de Dios al acercarse al mundo ha sido una mirada de niño.

 

Pero esa es justamente la gran noticia de la Navidad. Dios es y sigue siendo Misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser tenebroso, inquietante y te-mible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso, entrañable, desde la ternura y la transparencia de un niño.

 

Y este es el mensaje de la Navidad. Hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacernos niños, nacer de nuevo, re-cuperar la transparencia del corazón, abrirnos confiadamente a la gracia y el perdón.

 

A pesar de nuestra aterradora super-ficialidad, nuestros escepticismos y desencantos, y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón íntimo en el que todavía no hemos dejado de ser niños.

Atrevámonos siquiera una vez a mi-rarnos con sencillez y sin reservas. Hagamos un poco de silencio a nues-tro alrededor. Apaguemos el televisor. Olvidemos nuestras prisas, nerviosis-mos, compras y compromisos.

 

Escuchemos dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no se ha cerra-do todavía a la posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es posible que comencemos a ver nuestra vida de otra manera. «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (A. Saint-Exupéry).

 

Y, sobre todo, es posible que escuche-mos una llamada a renacer a una fe nueva. Una fe que no anquilosa sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino que une; que no recela sino confía; que no entris-tece sino ilumina; que no teme sino que ama.

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