por el papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de hoy (cf. Mc 1,40-45) nos presenta el encuentro entre Jesús y un hombre enfermo de lepra. Los leprosos eran considerados impuros y, según la prescripción de la Ley, debían permanecer fuera de los lugares habitados. Eran excluidos de toda relación humana, social y religiosa. Por ejemplo, no podían entrar en la sinagoga, no podían entrar en el Templo, también religiosamente. Jesús, en cambio, deja que se le acerque aquel hombre, se conmueve, incluso extiende la mano y lo toca. Esto era impensable en aquel tiempo. De este modo, realiza la Buena Noticia que anuncia: Dios se ha hecho cercano a nuestra vida, tiene compasión de la suerte de la humanidad herida y viene a derribar toda barrera que nos impide vivir nuestra relación con Él, con los demás y con nosotros mismos. Se hizo cercano. Cercanía. Recuérdense bien de esta palabra: cercanía, compasión.
El evangelio dice que Jesús al ver al leproso “tuvo compasión de él”. Ternura. Tres palabras que indican el estilo de Dios: cercanía, compasión, ternura. En este episodio podemos ver que se encuentran dos “transgresiones”: la transgresión del leproso que se acerca a Jesús, y no podía hacerlo, y Jesús que, movido por la compasión, se acerca y lo toca con ternura para curarlo, y no podía hacerlo. Ambos son transgresores, son dos transgresiones.
La primera transgresión es aquella del leproso: a pesar de las prescripciones de la Ley, sale del aislamiento y va a Jesús. Su enfermedad era considerada un castigo divino, pero en Jesús él pudo ver otro rostro de Dios: no el Dios que castiga, sino el Padre de la compasión y del amor, que nos libera del pecado y que nunca nos excluye de su misericordia. Así, aquel hombre puede salir de su aislamiento, porque en Jesús encuentra a Dios que comparte su dolor. La actitud de Jesús lo atrae, lo empuja a salir de sí mismo y a confiarle a Él su historia de dolor.
Permítanme aquí un pensamiento para tantos buenos sacerdotes, confesores, que tienen este comportamiento de atraer a la gente -hay tanta gente que se siente nada, se siente en el suelo por sus pecados- pero con ternura, con compasión. Son buenos aquellos confesores que no están con el látigo en la mano, sino para recibir, escuchar y decir que Dios es bueno, que Dios perdona siempre, que Dios no se cansa de perdonar. Para estos confesores misericordiosos, les pido hoy a todos ustedes, darles un aplauso aquí en la plaza. ¡Para todos!
La segunda transgresión es la de Jesús: mientras la Ley prohibía tocar a los leprosos, Él se conmueve, extiende su mano y lo toca para curarlo. Alguno podría decir: “¡Ha pecado! ¡Ha hecho aquello que la Ley prohíbe. Es un transgresor”. Es verdad, es un transgresor. No se limita a las palabras, sino que lo toca. Y tocar con amor significa establecer una relación, entrar en comunión, implicarse en la vida del otro hasta el punto de compartir incluso sus heridas. Con este gesto, Jesús muestra que Dios, que no es indiferente, no se mantiene a una “distancia segura”; se acerca, es más, se acerca con compasión y toca nuestra vida para sanarla con ternura. Es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. La transgresión de Dios. Es un gran transgresor en este sentido.
Hermanos y hermanas, aún hoy en el mundo tantos de nuestros hermanos sufren de esta enfermedad, del mal de Hansen, o de otras enfermedades y condiciones a las que, lamentablemente, se asocian prejuicios sociales: “Este es un pecador”. Piensen en aquel momento en que entró en el banquete aquella mujer, derramó sobre los pies de Jesús aquel perfume. Los otros decían: “pero si este fuera profeta sería consciente, sabría quién es esta mujer, una pecadora”. El desprecio. Por el contrario, Jesús recibe, es más, agradece: “te son perdonados tus pecados”. ¡La ternura de Jesús!”. El prejuicio social de alejar a la gente con la palabra “este es un impuro”, “este es un pecador”, “este es un estafador”. Sí, a veces es verdad, pero no prejuzguen.
Pero a cada uno de nosotros nos puede ocurrir experimentar heridas, fracasos, sufrimientos, egoísmos que nos cierran a Dios y a los demás, porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, por vergüenza, por humillación, pero Dios quiere abrir el corazón. Frente a todo esto, Jesús nos anuncia que Dios no es una idea o una doctrina abstracta, sino que Dios es Aquel que se “contamina” con nuestra humanidad herida y que no teme entrar en contacto con nuestras heridas. Pero, padre, ¿qué está diciendo? ¿Que dios se contamina? No lo digo yo, lo ha dicho san Pablo: “se ha hecho pecado” (2 Cor 5,21). Él que no era pecador, que no podía pecar, se ha hecho pecado. Mira cómo se ha contaminado Dios para acercarse a nosotros, para tener compasión y para hacer comprender su ternura. Cercanía, compasión y ternura.
Para respetar con las reglas de la buena reputación y las costumbres sociales, a menudo silenciamos el dolor o usamos máscaras para disimularlo. Con el fin de conciliar los cálculos de nuestro egoísmo o las leyes internas de nuestros temores, no nos implicamos demasiado en los sufrimientos de los demás.
Por el contrario, pidamos al Señor la gracia de vivir estas dos “transgresiones”, estas dos transgresiones del Evangelio de hoy. La del leproso, para que tengamos la valentía de salir de nuestro aislamiento y, en lugar de quedarnos allí a quejarnos o a llorar por nuestros fracasos, con lamentaciones, vayamos a Jesús tal como somos. Señor, yo soy así. Sentiremos aquel abrazo, aquel abrazo de Jesús tan hermoso. Y luego la transgresión de Jesús, que es un amor que nos hace ir más allá de las convenciones, que nos hace superar los prejuicios, el miedo a mezclarnos con la vida del otro. Aprendamos a ser transgresores como estos dos, como el leproso y como Jesús.
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