Lc 1,46-56: 22 de diciembre
Studium:
El hermoso canto de la Virgen, el Magnificat, lleno de gratitud hacia el Señor, que “ha mirado la humillación de su esclava”, fue tomado por la Iglesia como su propio canto de acción de gracias que se entona todos los días en la oración de la tarde (Vísperas).
Es el primero de los tres canticos que encontramos en el “evangelio de la infancia de Jesús” en Lucas (Lucas 1-2), sucedido por el “Cantico de Zacarías”, el Benedictus (Lc 1, 68-79) y el “Cantico de Simeón”, el Nunc Dimitis (Lc 2, 29-32).
El Magnificat tiene su raíz en el Antiguo Testamento, en el “Canto de Ana”, presente en la primera lectura y en el responso. Nos cuenta la Escritura: Elcana tenía dos mujeres: Ana y Penina. Esta tendría dos hijos; Ana era estéril; por esto, era constante humillada por Penina.
Ana hace una oración al Señor, pidiéndole un hijo. El Señor escucha sus ruegos, y nace Samuel, hijo de una mujer estéril como Isaac, Sansón y Juan Bautista. Samuel será consagrado al santuario del Señor (no cortará el pelo, signo de esta consagración). El cantico de Ana, base de aquello de la Virgen, viene de una mujer constantemente humillada y que ahora se ve agraciada.
Hay dos temas fundamentales en este cantico que Lucas nos presenta:
1) los pobres y pequeños son socorridos, en detrimento de ricos y poderosos (inversión de la lógica común);
2) Israel, desde Abrahán (cf. Gn 15, 1), ha sido destinatario de la gracia de Dios.
Observamos, aún, la similitud de las imprecaciones presentes en el texto (“dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos”, “a los ricos los despide vacíos”) con aquellas que leemos en el texto de las bienaventuranzas de Lucas (Lc 6,20-26): maldición para los ricos, los saciados, los que ríen, los elogiados (vv. 24-26). El canto presenta el amor del Señor por los pequeños: es signo de la buena nueva de Jesús, que vino a “evangelizar a los pobres” (Lc 4,18; cf. Sf 2,3).
Meditatio:
La liturgia nos ofrece la alegría de agradecer a Dios por sus gracias en nuestra historia junto a María, Madre de la Iglesia, por quien la Orden siente gran veneración. Él eligió a María para ser madre de su Hijo, para presentar al mundo la Palabra.
La figura de María nos invita, en la disponibilidad llena de coraje de su “sí”, a hacer la voluntad del Señor que se nos revela por el Evangelio de Su Hijo. María es modelo de lo que espera el Señor de su Iglesia y de cada uno de nosotros: la humilde disponibilidad y docilidad, propias de la esclava, maleable en las manos del Creador, nos invita a dejarnos moldear por las manos de Dios Amor.
Oratio:
Señor, inflama en nuestros corazones la alegría y la gratitud de María. Que seamos, a cada día, agradecidos por el don de Su llamado a predicar la gracia del Evangelio, de compartir nuestra amistad contigo, siempre ayudados, en nuestra debilidad, por su presencia amorosa en nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor y hermano, que es Dios contigo en la unidad con el Espírito Santo. Amén.
Contemplatio:
“Te alabaré, Señor, con todo mi corazón; contaré todas tus maravillas. Me alegraré y me regocijaré en ti. Cantaré a tu nombre, oh Altísimo” (Sal 9-10, 1-2).