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21 de diciembre

Las lecturas de hoy son una pura invitación a la exaltación y al gozo, a la alabanza y al júbilo, a la escucha y la acogida, a cantar un cántico nuevo y alborozado al Señor que mandará su misericordia sobre nosotros, como lo esperamos de Él -recitado así en el versículo 22 del presente salmo 32 y en la oración del Te Deum-.

«¡La voz de mi Amado! Me habla así»

El Cantar de los Cantares es un libro de amor escenificado en el diálogo de la pareja dichosa en tensión hacia el encuentro. En nuestro texto, la Amada y el Amado se encuentran en la naturaleza primaveral, todo en ella saltando para abrirse; es apertura generosa y ansia de unión.

El amor humano aquí representado es el principio y el símbolo del amor de Dios hacia su pueblo -la Iglesia- y del ser humano hacia Dios. Es un amor vivo, gozoso y lo envuelve todo en sí.

¡Qué dicha la visita de nuestro Amado! Él viene a nosotros y viene saltando y brincando, queriéndonos transmitir su alegría y su gozo de estar con nosotros. Y, cuando llega, se espera prudente, pero ansioso, detrás de la tapia, mirando por los huecos que dejamos en ventanas y rejas. ¡Espera a que le abramos! Pero no es una espera pasiva y de miradas, sino también de palabras: «¡Levántate, Amada mía, hermosa mía, ven a mí! ¡Tu voz es dulce y tu figura es hermosa!» ¡Somos amados y hermosos a los ojos de Dios y toda la creación se engalana para la unión!

«Se llenó del Espíritu Santo»

En la lectura de Lucas vemos otra visita del Señor a su pueblo. En esta, el gozo y la alegría se escenifican a través de la visita de María, la Virgen, a su prima Isabel; aunque bien podríamos decir que es la Palabra -Jesús- quien visita a la Voz -Juan, el Bautista-.

Sin embargo, permítanme que fuerce un poco la comparación, ¿qué es una voz con palabras vacías? ¡Habrá que llenarlas! Por eso María va aprisa a casa de Isabel y ésta salta doblemente de gozo: primero, por ver a su pariente y poderle hacer partícipe de su embarazo -la que era estéril está encinta- y, segundo, porque son ella, la que esperaba dar la noticia, y el hijo que lleva en sus entrañas los que reciben el Evangelio y se llenan del Espíritu Santo. ¡Cuando el Amor llega a nuestras vidas y se encarna en nosotros desde nuestras entrañas, toda nuestra vida cambia!

En nuestras comunidades eclesiales se va apagando la presencia deslumbrante del Espíritu -hasta en los miembros más significativos-, quizá porque carecemos de fe robusta y buscamos afanosamente sucedáneos de la fe en objetos y realizaciones vanas.

Preparamos venidas e idas del Amor sustituyendo las apariencias, las palabras, los colores, los discursos… somos «unos más» porque hacemos que la visita de Dios sea la de «uno más», no siendo testigos de nada ni de nadie.

No podremos ser como María, la Madre de Dios, mientras nuestras voces vayan cargadas de palabras mudas, carentes de la fuerza del Espíritu Santo. Cuando nuestras palabras sean la Palabra… provocaremos en el prójimo el salto de alegría.

Siendo amados y hermosos a los ojos de Dios, ¿qué hacemos quietos que no saltamos a sus brazos y nos abandonamos en el Amor? ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? ¿Quiénes somos la Iglesia, Pueblo de Dios? Mi voz, ¿predica la Palabra?

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