Mt 11,11-15: Jueves de la 2 Semana de Adviento
En el evangelio de hoy, Jesús opina sobre Juan Bautista. Comparado con personajes del Antiguo Testamento, no hay nadie más grande que Juan. Juan es el más grande: ¡más grande que Jeremías, más grande que Abraham, más grande que Isaías! Pero si comparado con el Nuevo Testamento, Juan es inferior a todos. El más pequeño en el Reino es más grande que Juan. ¿Cómo entender estas palabras aparentemente contradictorias que Jesús pronuncia sobre Juan?
Poco antes, Juan había enviado a sus discípulos a pregustarle: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). Juan parecía tener dudas respecto de Jesús, ya que Jesús no correspondía a la idea que él, Juan, se había hecho del mesías: un juez severo que tenía que venir para llevar a cumplimiento el juicio de condena y de ira (Mt 3,7). Tenía que cortar los árboles desde las raíces (Mt 3, 10), limpiar el campo y tirar el palo seco al fuego (Mt 3,12). Pero Jesús, en lugar de ser un juez severo, es amigo de todos, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), acoge a los pecadores y come con ellos (Mc 2,16).
Jesús contesta a Juan citando al profeta Isaías: “Vayan y cuéntele a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan sanos, los sordos oyen, los muertos resucitan y una buena nueva llega a los pobres. Y, además, ¡feliz el que me encuentra y no se confunde conmigo!” (Mt 11,5-6; cf. Is 33,5-6; 29,18). Respuesta dura. Jesús envía a Juan a que analice mejor las Escrituras para poder cambiar la visión equivocada que tiene del mesías.
¡Juan fue grande! ¡El mayor de todos! Y el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que Juan. Juan es el más grande, porque era el último del Antiguo Testamento. Fue Juan quien, por su fidelidad, pudo por fin indicar al pueblo el mesías: “Este es el cordero de Dios” (Jn 1,36), y la larga historia iniciada con Abraham alcanzó, por fin, su objetivo. Pero Juan no fue capaz de comprender el alcance de la presencia del Reino de Dios en Jesús. El tenía dudas: “¿Es el Señor o tenemos que esperar a otro?”
La historia antigua, ella sola, no comunica a la persona luz suficiente para comprender toda la novedad de la Buena Noticia de Dios que Jesús trae consigo. El Nuevo no entra en el Antiguo. San Agustín decía: “Novum in Vetere latet, Vetus in Novo patet”, que traducido significa: “El Nuevo está escondido en el Antiguo. Pero el Antiguo revela solamente su pleno significado en el Nuevo”. Quien está con Jesús y vive con él, recibe de él una luz que da ojos nuevos para descubrir un significado más profundo en el Viejo. ¿Y cuál es esta novedad?
Jesús ofrece una llave de lectura: “Con Juan Bautista finalizaron los tiempos de la Ley y de los profetas, tiempos de la profecía y de la espera. Entiendan esto si pueden: Elías había de volver ¿no es cierto? ¡El que tenga oídos, que entienda!” Jesús no explica, pero dice: “¡El que tenga oído que entienda!” Elías tendía que venir para preparar la llegada del Mesías y reconstruir la comunidad: “El reconciliará a los padres con los hijos y a éstos con sus padres” (Mal 3,24). Juan anunció al Mesías y trató de reconstruir la comunidad (Lc 1,17). Pero no captaba el misterio más profundo de la vida en comunidad. Solamente Jesús lo comunicó, anunciando que Dios es Padre y, por consiguiente, todos somos hermanos y hermanas. Este anuncio comporta una nueva fuerza que nos hace capaces de superar divergencias y de crear comunidad.
Estos son los violentos que logran conquistar el Reino. El Reino no es una doctrina, sino un nuevo modo de vivir como hermanos y hermanas, desde el anuncio que Jesús hace: Dios es Padre de todos.