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El primer belén de la historia


Cuando San Francisco de Asís hizo el primer belén de la historia, en el año 1223, no puso ninguna estatuilla para representar al niño Jesús recién nacido, sino que puso un niño bien vivo para que, con su mirada encantadora e inocente, representase al Mesías, al Hijo de Dios, hecho uno de nosotros. Lo mismo hizo con los animales: puso un buey y una mula auténticos que presidieron la Misa de Media Noche. Para Israel era blasfemo hacer imágenes de Dios. Nada ni nadie podía representar al Dios que nadie ha visto jamás, al Dios siempre mayor, al Dios inaccesible e inalcanzable. Y, sin embargo, este mismo Dios, que en el Sinaí prohibió fabricar imágenes (Ex 20,4) creó una imagen de si mismo en la criatura a la que prohíbe fabricar imágenes. El ser humano fue creado a imagen de Dios, como un pequeño dios. Esta creación del ser humano a imagen Dios apunta a un misterio mayor y hace posible que Dios mismo pueda hacerse humano. Aunque san Francisco, cuando hizo su belén, no quiso poner imágenes de madera o de barro, porque le parecían indignas del misterio que allí se representaba, lo que Francisco de Asís hizo seguía siendo una representación. A cada uno de nosotros nos toca ir más allá de la representación. Para ello debemos acoger a Cristo en cada ser humano, en cada uno de los seres humanos vivos y sufrientes, sobre todo en los más pobres, abandonados y necesitados. En ellos Cristo mismo se hace presente. Así repetiremos en nuestras vidas el misterio de Belén, ya que, como muy bien dijo el Vaticano II, “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.

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